Comieron en silencio. Paula no habría podido hablar aunque quisiera. Además, necesitaba toda su atención para comer usando sólo una mano.
—¿Te duele mucho la muñeca? —preguntó Pedro un rato después.
—Algo. Tengo calmantes, pero procuro no utilizarlos —entre la muñeca y las costillas, a veces se sentía muy dolorida, pero iba mejorando.
—Llevas el pelo suelto —comentó él.
Paula, automáticamente, se llevó la mano a la nuca.
—No puedo recogérmelo con una mano —admitió, sintiéndose vulnerable.
—Ahora que estoy aquí, puedo ayudarte —afirmó él.
Paula lo miró fijamente.
—No vas a quedarte —declaró.
—Es mi casa, ¿Recuerdas? —dijo Pedro, con expresión divertida.
—Entonces me iré yo —tensó la mandíbula.
—Eso no será fácil —Pedro se rascó el mentón.
—¿Por qué? Sólo tengo que telefonear.
—El teléfono está desconectado y, antes de que preguntes, no hay cobertura de móvil. No vas a irte, Paula. No hasta que hayamos hablado —ya no sonreía.
La miró con férrea determinación.
—No tenemos nada de qué hablar. Y saldré de esta isla, ¡Aunque sea a nado! —le informó, airada por la trampa que le había tendido.
—¿Crees que llegarías muy lejos con una muñeca rota? Hablaremos, antes o después.
—¡Será después! —Paula apartó el plato, había perdido el apetito. Apoyó las manos en la mesa para levantarse y un pinchazo de dolor la atravesó desde la muñeca al hombro—. ¡Maldición, maldición, maldición! —gimió, llevándose la mano al pecho.
—¿Te has hecho daño? —Pedro estuvo de pie en un instante y corrió a su lado—. Déjame ver.
—¡No me toques! —gritó, airada—. ¡Esto es culpa tuya! ¿Por qué has tenido que venir aquí?
—Porque te quiero, Paula Chaves, y no pienso perderte sin luchar —dijo él con sinceridad.
—¡No digas eso! ¡No quiero oírlo! —dijo Paula, sin saber que le temblaba la barbilla de emoción.
Sus palabras habían sido como una caricia.
—Crees que no, pero yo soy más listo —contradijo él, poniéndose en pie.
—¿Por qué no me haces caso?
—Porque aún no has dicho nada que lo merezca —Pedro soltó una risotada. Empezó a recoger los platos—. ¿Por qué no va a sentarte en la sala mientras hago un té? —sugirió.
—¿Por qué no dejas de decirme qué hacer? —escupió ella, apretando los dientes.
En vez de ir a la sala, salió de la casa. No sabía dónde iba, pero sí que quería alejarse de Pedro. Él no tenía derecho a... Era su vida y ella decidía cómo vivirla. «¿Aunque no sea como desearías?», preguntó una odiosa vocecita. Siguió caminando, perdida en sus pensamientos. Cuando llegó al otro extremo de la diminuta isla, recordó lo que había dicho él. Tenía un barco, y eso implicaba que debía estar atracado en algún sitio. Lo encontraría y se marcharía en él. Azuzada por esa idea, tomó un sendero que la llevó a la rocosa playa Siguió caminando hasta que encontró lo que buscaba. Un embarcadero en una pequeña cala. Cuando llegó, vioó que la caseta que alojaba el barco tenía un candado, pero pensó que debía haber otra entrada. Dobló la esquina y entonces vió a Pedro sentado en una roca, tomando el sol.
—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó él, sereno.
Paula rechinó los dientes.
—No sabía dónde estaba —escupió.
—Pero dilucidaste que debía haber un barco en algún sitio —dijo Pedro, sonriente—. La caseta está cerrada, pero puedes probar.
Ella no lo intentó, segura de que él decía la verdad. Le dió la espalda y miró el agua.
—Estoy cansada de juegos. Quiero irme.
—Te llevaré donde quieras, siempre que antes hables conmigo —ofreció él.
Paula lo miró.
—¿De qué quieres que hable?
Unos ojos azules la taladraron, poderosos a pesar de los metros que los separaban.
—De Sofía. Puedes empezar por eso.
Ella soltó un gemido y se puso pálida.
—¿Quién te ha hablado de Sofía? —preguntó.
—Tu madre. Cuando te negaste a verme, le hice una visita. Hablamos un buen rato. Una conversación muy interesante —dijo Pedro con voz amable, pero firme.
—Me sorprende que sintieras interés —dijo ella, con un nivel de ansiedad disparatado.
—Cielo, todo lo tuyo me interesa. Por qué haces ciertas cosas. Y por qué no haces otras.
—¿Qué quieres decir?
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