martes, 3 de abril de 2018

Desafío: Capítulo 41

Comieron en silencio. Paula no habría podido hablar aunque quisiera. Además, necesitaba toda su atención para comer usando sólo una mano.

—¿Te duele mucho la muñeca? —preguntó Pedro un rato después.

 —Algo.  Tengo  calmantes,  pero  procuro  no  utilizarlos  —entre  la  muñeca  y  las  costillas, a veces se sentía muy dolorida, pero iba mejorando.

—Llevas el pelo suelto —comentó él.

Paula, automáticamente, se llevó la mano a la nuca.

—No puedo recogérmelo con una mano —admitió, sintiéndose vulnerable.

—Ahora que estoy aquí, puedo ayudarte —afirmó él.

Paula lo miró fijamente.

—No vas a quedarte —declaró.

—Es mi casa, ¿Recuerdas? —dijo Pedro, con expresión divertida.

—Entonces me iré yo —tensó la mandíbula.

 —Eso no será fácil —Pedro se rascó el mentón.

—¿Por qué? Sólo tengo que telefonear.

—El teléfono está desconectado y, antes de que preguntes, no hay cobertura de móvil. No vas a irte, Paula. No hasta que hayamos hablado —ya no sonreía.

 La miró con férrea determinación.

—No tenemos nada de qué hablar. Y saldré de esta isla, ¡Aunque sea a nado! —le informó, airada por la trampa que le había tendido.

 —¿Crees que  llegarías  muy  lejos  con  una  muñeca  rota?  Hablaremos,  antes  o  después.

—¡Será  después!  —Paula apartó  el  plato,  había  perdido  el  apetito.  Apoyó  las  manos  en  la  mesa  para  levantarse  y  un  pinchazo  de  dolor  la  atravesó  desde  la  muñeca al hombro—. ¡Maldición, maldición, maldición! —gimió, llevándose la mano al pecho.

—¿Te has hecho daño? —Pedro estuvo de pie en un instante y corrió a su lado—. Déjame ver.

—¡No me toques! —gritó, airada—. ¡Esto es culpa tuya! ¿Por qué has tenido que venir aquí?

—Porque te quiero, Paula Chaves, y no pienso perderte sin luchar —dijo él con sinceridad.

—¡No  digas  eso!  ¡No  quiero  oírlo!  —dijo  Paula,  sin  saber  que  le  temblaba  la  barbilla de emoción.

Sus palabras habían sido como una caricia.

—Crees que no, pero yo soy más listo —contradijo él, poniéndose en pie.

—¿Por qué no me haces caso?

—Porque  aún  no  has  dicho  nada  que  lo  merezca  —Pedro soltó  una  risotada.  Empezó a recoger los platos—. ¿Por qué no va a sentarte en la sala mientras hago un té? —sugirió.

—¿Por  qué  no  dejas  de  decirme  qué  hacer?  —escupió  ella,  apretando  los  dientes.

En vez de ir a la sala, salió de la casa. No sabía dónde iba, pero sí que quería alejarse de Pedro. Él no tenía derecho a... Era su vida y ella decidía cómo vivirla. «¿Aunque no sea como desearías?», preguntó una odiosa vocecita. Siguió caminando, perdida en sus pensamientos. Cuando llegó al otro extremo de la diminuta isla, recordó lo que había dicho él. Tenía un barco, y eso implicaba que debía estar atracado en algún sitio. Lo encontraría y se marcharía en él. Azuzada  por  esa  idea,  tomó  un  sendero  que  la  llevó  a  la  rocosa  playa  Siguió  caminando  hasta  que  encontró  lo  que  buscaba.  Un  embarcadero  en  una  pequeña  cala.  Cuando  llegó,  vioó que  la  caseta  que  alojaba  el  barco  tenía  un  candado,  pero  pensó que debía haber otra entrada. Dobló la esquina y entonces vió a Pedro sentado en una roca, tomando el sol.

—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó él, sereno.

Paula rechinó los dientes.

—No sabía dónde estaba —escupió.

—Pero  dilucidaste  que  debía  haber  un  barco  en  algún  sitio  —dijo  Pedro,  sonriente—. La caseta está cerrada, pero puedes probar.

 Ella no lo intentó, segura de que él decía la verdad. Le dió la espalda y miró el agua.

—Estoy cansada de juegos. Quiero irme.

—Te llevaré donde quieras, siempre que antes hables conmigo —ofreció él.

Paula lo miró.

—¿De qué quieres que hable?

Unos  ojos  azules  la  taladraron,  poderosos  a  pesar  de  los  metros  que  los  separaban.

—De Sofía. Puedes empezar por eso.

Ella soltó un gemido y se puso pálida.

—¿Quién te ha hablado de Sofía? —preguntó.

—Tu madre. Cuando te negaste a verme, le hice una visita. Hablamos un buen rato. Una conversación muy interesante —dijo Pedro con voz amable, pero firme.

—Me  sorprende  que  sintieras  interés  —dijo  ella,  con  un  nivel  de  ansiedad  disparatado.

—Cielo,  todo  lo  tuyo  me  interesa.  Por  qué  haces  ciertas  cosas.  Y  por  qué  no  haces otras.

—¿Qué quieres decir?

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