Perdida en un laberinto de acusaciones, Paula era inconsciente de lo que la rodeaba. Siguió caminando y ni siquiera el claxon de un coche logró sacarla de su ensimismamiento. Apenas notó el dolor del golpe del coche que había intentado evitarla sin éxito, lanzándola por los aires. Oyó un grito a través de la niebla, segundos después la envolvió la oscuridad. Parecía caminar entre neblina. Sabía que buscaba algo, pero no conseguía alcanzarlo. Gimió y una mano agarró la suya. Era fuerte, pero suave. La confortó y se relajó, dejando que la oscuridad se la tragara de nuevo. La siguiente vez que Paula se movió, la niebla se disipó y abrió los ojos al mundo real. Era de noche. No sabía dónde estaba ni por qué, y cuando intentó alzar el brazo sintió un intenso dolor en la muñeca y desistió. Alarmada, intentó mover la cabeza, pero eso le provocó intenso dolor. Comprendiendo que debía estar herida, probó sus miembros uno a uno.Descubrió que podía mover las piernas y el brazo derecho, pero no sin dolor. Intentó incorporarse y todo su cuerpo protestó, así que jadeó y se recostó en las almohadas. Tenía que estar en un hospital. Una cuidadosa mirada a ambos lados confirmó su sospecha. La pregunta era cuándo y cómo había llegado allí. No llegó a preguntar, pero oyó la respuesta.
—Tuviste un accidente. Un coche te golpeó —dijo una voz conocida.
Paula movió la cabeza y vió a su madre de pie.
—¿Sí? —su voz sonó rasposa.
Tenía la garganta seca como el desierto. No recordaba haber tenido un accidente, pero sí el vago sonido de un grito.
—Sí —afirmó Alejandra Schulz, volviendo a la silla que había ocupado durante horas—. Por lo visto, bajaste de la acera justo ante un coche. Tuviste suerte. Te has librado con contusiones en las costillas y una muñeca rota. Eso explicaba que no pudiera mover el brazo izquierdo. Probó de nuevo, pero el intenso dolor y un golpeteó en la cabeza le hicieron desistir.
—¿Está bien el conductor?
Alejandra se inclinó sobre la cama y agarró la mano de su hija.
—Está con un susto de muerte, como yo. Tienes que dejar de hacerme esto, Pau. Mi corazón ya no puede con estas cosas.
—Lo siento, mamá. No recuerdo nada. ¿Dónde ocurrió?
—En Chelsea, cerca del río —Alejandra contuvo la respiración, pero Paula se limitó a fruncir el ceño.
—¿Qué hacía yo allí?
—Bueno, cariño, fue muy cerca de donde vivía Sofía —respondió su madre con cautela.
Vió que la comprensión afloraba en el rostro amoratado de su hija.
—Fui a ver a sus padres —el nombre de Sofía hizo que Paula recordara todo—, pero sólo estaba su madre.
—¿Por qué fuiste, cariño?
—Quería hablarles de ella —Paula sonrió con cansancio—. Era... importante para mí. Tenía la esperanza de que, después de tanto tiempo, podrían perdonarme. Debería haber imaginado que nunca me perdonarán.
—Oh, Pau—los ojos de su madre se llenaron de lágrimas—. Siento que hayas tenido que revivir eso. Intenté hablar con ella varias veces, los primeros años, pero se negó a verme. Tal vez yo actuaría igual, si te perdiera. Intenta entender lo que siente, no la juzgues con demasiada dureza.
—No lo hago —Paula apretó la mano de su madre—. Sé que tiene razón en todo lo que dijo.
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