Tomó aire y se enderezó. Los padres de Sofía. La señora Ashurst había culpado a Paula tanto como se había culpado ella misma. Era obvio que seguía haciéndolo, a juzgar por la tarjeta que había enviado. Si pudiera hablar con ella, explicarle lo ocurrido, tal vez pudiera dejar el pasado atrás. Encontrar la paz que se le escapaba. Sabiendo qué debía hacer, paró a un taxi para ir a casa de los Ashurst. El corazón le golpeteaba en el pecho cuando llamó a la puerta. En el pasado, esa casa había sido casi su segundo hogar. Sin duda, la amistosa mujer que recordaba de la infancia la escucharía. La madre de Sofía abrió la puerta y al ver a Paula en el umbral su rostro se tensó.
—Eres tú —dijo, fría como el hielo.
A Paula se le encogió el corazón, pero decidió seguir adelante.
—¿Podría hablar con usted un momento, señora Ashurst? —pidió, con la voz áspera por lo seca que tenía la garganta.
—¿Qué podemos tener que decirnos? —la señora Ashurst alzó la cejas con desprecio.
—Por favor, señora Ashurst. Necesito hablar con usted sobre Sofía. Si pudiéramos... —no tuvo posibilidad de decir más.
—¡No te atrevas a decir su nombre! Sofi se ha ido. ¡Tú la mataste! —su ira y amargura eran tan intensas como el primer día y Paula tembló por dentro. Tragó saliva antes de hablar.
—Sé que cometí un error y lo lamento mucho, pero han pasado nueve años, pensé que tal vez podríamos hablar de aquel día.
—¡Sé lo que pensaste, Paula Chaves! —la madre de Sofía soltó una risa desdeñosa—. Pensaste que podías venir aquí, decir que lo sentías y que yo ¡Te perdonaría! ¡Pues no! ¡Nunca te perdonaré! Mataste a mi hija. Te seguía como una esclava y hacía cuanto le exigías. Me enferma verte paseando libre como un pájaro mientras ella está... —la mujer tomó aire, pero fue incapaz de decir dónde estaba Sofía.
Su rostro se transfiguró por el odio.
—Me da igual cuánto lo sientas. Eso no me devolverá a mi hija. Vete. Fuera. ¡No quiero verte nunca más! —le cerró la puerta en las narices.
Dolida y anonadada, Paula se dió la vuelta y bajó los escalones. Sentir el veneno de la otra mujer había sido horrible, le había rasgado el corazón, robándole toda calidez y esperanza de poder ser perdonada. Sin saber dónde iba, abrió la verja del jardín y empezó a andar. Su sensación de culpabilidad se hinchó como un globo que empezó a ahogarla, casi tanto como el primer día. No había salida, y no debía haberla. Era culpable. Nada podría borrar eso. Había cambiado su vida, se había convertido en una persona mejor, pero eso no eliminaba su culpa. No podía pensar en un futuro feliz con la muerte de Sofía en la conciencia. La madre de su amiga acababa de demostrárselo. No se merecía tener lo que Sofía no podría tener nunca.
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