martes, 6 de marzo de 2018

Desafío: Capítulo 15

—¿Y qué hay de lo que yo quiero?

—Eso  es  lo  bonito.  Ambos  queremos  lo  mismo,  ¿Por  qué  no  lo  aceptas?  Te  prometo que no te arrepentirás.

Tenía  una  lengua  de  oro,  no  era  extraño  que  las  mujeres  cayeran  a  sus  pies.  Pensar eso aguijoneó su orgullo lo bastante para resistirse.

—¡Eres el hombre más cabezota que he tenido la desgracia de conocer!

—No  pensarás  eso  cuando  me  conozcas  mejor  —Pedro volvió  a  ponerse  en  marcha.

—Te conozco todo lo bien que pretendo conocerte —afirmó Paula, seca.

 Fue un alivio entrar al comedor y encontrar a la familia ya reunida. Fue directa a  hablar  con  Luciana.  Le  temblaba  el  cuerpo  y  tenía  el  corazón  acelerado.  Se  sentía  acosada, atacada por todos los flancos y atónita por el rápido derrumbamiento de sus defensas. Por  suerte,  Pedro no  la  siguió.  Por  desgracia,  como  Federico no  estaba,  habían  sentado a Pedro a su lado, así que el respiro duró poco. Sin embargo, él se transformó en  la  viva  imagen  de  la  cordialidad  y  el  ingenio,  haciendo  que  la  conversación  fluyera por toda la mesa. No pudo por menos que admirar su capacidad para hacer que  todos  se  sintieran  a  gusto;  pero  sabía  que  utilizaba  ese  mismo  encanto  para  atravesar las defensas de una mujer. Mientras comía los deliciosos platos, tuvo que  admitir,  a  su  pesar,  que  había  mucho  que  admirar  en  Pedro Alfonso,  si  se  obviaba el que era un mujeriego y un conquistador. Como  era  costumbre  en  la  familia,  tomaron  el  café  en  la  terraza.  Paula  le  preguntó  a  Ana por  la  historia  familiar  y  pronto  estuvieron  perdidas  en  las  complejidades de su familia. Le pareció un tema tan fascinante que consiguió olvidar a Pedro, hasta que él habló.

—Deberías  enseñarle  a  Paula la  Biblia  de  la  familia  —le  dijo  a  su  madre—.  Seguro que le interesa. Tiene más de cien años.

 —¿Te gustaría verla? —preguntó Ana.

—Desde luego —asintió Paula—. En mi familia no hay nada similar.

—Lleva a Paula a la biblioteca, Pepe—le pidió Ana a su hijo—. Sabes en qué estantería está.

—Será  un  placer  —contestó  él  con  una  sonrisa.

Se  puso  en  pie  y  miró  a  Paula,  interrogante. Eso  no  era  lo  que  ella  había  pretendido  al  aceptar  la  oferta,  pero  no  podía  negarse,  así  que  se  levantó  con  expresión  risueña  y  lo  siguió.  Parecía  que  todo  estuviera conspirando para acercarla a Pedro. Se le había acelerado el corazón como si esperase algo; por ejemplo el contacto de sus labios en los suyos. La  biblioteca  estaba  poco  más  fresca  que  el  resto  de  la  casa,  a  pesar  de  dar  al  norte. Pedro le cedió el paso para que entrara, cerró la puerta y fue a abrir la cristalera que daba al jardín. Empezaba a oscurecer, así que encendió una lámpara con pantalla verde, que emitía un acogedor resplandor dorado. Ella lo  observó  desde  el  centro  de  la  habitación,  que  parecía  haber  encogido.  Él estaba  junto  a  la  ventana,  pero  lo  sentía  como  si  estuviera  a  su  lado.  La  electricidad  empezó  a  zumbar  en  el  aire,  a  su  alrededor.  Paula tuvo  la  sensación  de  que le faltaba oxígeno. Pedro,  entretanto,  fue  hacia  una  de  las  librerías  que  a  ella le  quedaban  por  explorar y sacó un voluminoso libro con tapas de cuero, que dejó sobre la mesa, junto a la lámpara. Alzó la vista y arqueó las cejas al verla tan lejos.

 —Desde allí no podrás verla —señaló. Paula fue a reunirse con él—. Ábrela tú —invitó, haciéndole sitio ante la mesa.

En cuanto ella estuvo allí, se acercó para mirar por encima de su hombro. Paula hizo  lo  posible  por  concentrarse  en  la  Biblia.  En  la  primera  página  había  inscrita una lista de nombres, con excelente caligrafía.

—El  tercer  nombre  es  interesante  —comentó  Pedro,  estirando  el  brazo  para  señalarlo.  Paula apenas  lo  vió,  porque  sentir  su  cálido  aliento  en  la  nuca  le  provocó  escalofríos—. ¿Puedes leerlo?

 Paula ni  siquiera  habría  podido  recordar  el  abecedario  en  ese  momento,  no  estaba para leer. Sólo sabía que si giraba la cabeza, sus labios se tocarían.

—Pues no —mintió—. La letra es muy pequeña.

—Hay  una  lupa  por  aquí  —murmuró  él,  mirando  a  su  alrededor—.  Ah,  aquí  está  —se  inclinó  hacia  delante  y  su  mejilla  rozó  la  de  ella.  Aimi  soltó  un  gemido  y  Jonas se quedó inmóvil—. ¿Algo va mal? —preguntó, con voz suave.

Pero el brillo de sus ojos indicaba que sabía bien lo que estaba haciendo y el efecto que tenía en ella.

—No,  pero  creo  que  deberíamos  volver  con  los  demás  —consiguió  decir  ella,  sintiendo un cosquilleo en los labios.

—Pero aún no has mirado la Biblia. Hay mucho que ver —añadió, persuasivo—. Sabes que en realidad no quieres marcharte.

La  antigua  Paula,   la  que  había  vivido  la  vida   al  máximo   y   amado   con   entusiasmo, no quería marcharse. Pero la nueva, que sabía que había que pagar por los errores cometidos, intentaba mantener el control. Estaba requiriendo cada átomo de su fuerza de voluntad para no entregarse  a  sus  brazos  y  dejarse  llevar  por  la  intensa  atracción  física  que  sentía.  Nadie  antes  había  conseguido  hacerle  sentir  esa  necesidad,  esa  urgencia.  La  atraía  como  una  llama  a  una  polilla;  sabía  que  podía  quemarse, pero seguía atrayéndola su calor.

 —Tengo  que  irme  —declaró  Paula.  Alzó  una  mano  para  que  se  apartara—.  Necesito aire fresco —sabía que sonaba desesperada, pero le dió igual. Allí dentro no podía  respirar,  él  estaba  absorbiendo  todo  el  oxígeno.  Con  la  poca  fuerza  que  le  quedaba, fue hacia la cristalera.

Pedro la habría seguido, pero sonó el teléfono y tuvo que contestar. Aprovechó para escapar.

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