—¿Y qué hay de lo que yo quiero?
—Eso es lo bonito. Ambos queremos lo mismo, ¿Por qué no lo aceptas? Te prometo que no te arrepentirás.
Tenía una lengua de oro, no era extraño que las mujeres cayeran a sus pies. Pensar eso aguijoneó su orgullo lo bastante para resistirse.
—¡Eres el hombre más cabezota que he tenido la desgracia de conocer!
—No pensarás eso cuando me conozcas mejor —Pedro volvió a ponerse en marcha.
—Te conozco todo lo bien que pretendo conocerte —afirmó Paula, seca.
Fue un alivio entrar al comedor y encontrar a la familia ya reunida. Fue directa a hablar con Luciana. Le temblaba el cuerpo y tenía el corazón acelerado. Se sentía acosada, atacada por todos los flancos y atónita por el rápido derrumbamiento de sus defensas. Por suerte, Pedro no la siguió. Por desgracia, como Federico no estaba, habían sentado a Pedro a su lado, así que el respiro duró poco. Sin embargo, él se transformó en la viva imagen de la cordialidad y el ingenio, haciendo que la conversación fluyera por toda la mesa. No pudo por menos que admirar su capacidad para hacer que todos se sintieran a gusto; pero sabía que utilizaba ese mismo encanto para atravesar las defensas de una mujer. Mientras comía los deliciosos platos, tuvo que admitir, a su pesar, que había mucho que admirar en Pedro Alfonso, si se obviaba el que era un mujeriego y un conquistador. Como era costumbre en la familia, tomaron el café en la terraza. Paula le preguntó a Ana por la historia familiar y pronto estuvieron perdidas en las complejidades de su familia. Le pareció un tema tan fascinante que consiguió olvidar a Pedro, hasta que él habló.
—Deberías enseñarle a Paula la Biblia de la familia —le dijo a su madre—. Seguro que le interesa. Tiene más de cien años.
—¿Te gustaría verla? —preguntó Ana.
—Desde luego —asintió Paula—. En mi familia no hay nada similar.
—Lleva a Paula a la biblioteca, Pepe—le pidió Ana a su hijo—. Sabes en qué estantería está.
—Será un placer —contestó él con una sonrisa.
Se puso en pie y miró a Paula, interrogante. Eso no era lo que ella había pretendido al aceptar la oferta, pero no podía negarse, así que se levantó con expresión risueña y lo siguió. Parecía que todo estuviera conspirando para acercarla a Pedro. Se le había acelerado el corazón como si esperase algo; por ejemplo el contacto de sus labios en los suyos. La biblioteca estaba poco más fresca que el resto de la casa, a pesar de dar al norte. Pedro le cedió el paso para que entrara, cerró la puerta y fue a abrir la cristalera que daba al jardín. Empezaba a oscurecer, así que encendió una lámpara con pantalla verde, que emitía un acogedor resplandor dorado. Ella lo observó desde el centro de la habitación, que parecía haber encogido. Él estaba junto a la ventana, pero lo sentía como si estuviera a su lado. La electricidad empezó a zumbar en el aire, a su alrededor. Paula tuvo la sensación de que le faltaba oxígeno. Pedro, entretanto, fue hacia una de las librerías que a ella le quedaban por explorar y sacó un voluminoso libro con tapas de cuero, que dejó sobre la mesa, junto a la lámpara. Alzó la vista y arqueó las cejas al verla tan lejos.
—Desde allí no podrás verla —señaló. Paula fue a reunirse con él—. Ábrela tú —invitó, haciéndole sitio ante la mesa.
En cuanto ella estuvo allí, se acercó para mirar por encima de su hombro. Paula hizo lo posible por concentrarse en la Biblia. En la primera página había inscrita una lista de nombres, con excelente caligrafía.
—El tercer nombre es interesante —comentó Pedro, estirando el brazo para señalarlo. Paula apenas lo vió, porque sentir su cálido aliento en la nuca le provocó escalofríos—. ¿Puedes leerlo?
Paula ni siquiera habría podido recordar el abecedario en ese momento, no estaba para leer. Sólo sabía que si giraba la cabeza, sus labios se tocarían.
—Pues no —mintió—. La letra es muy pequeña.
—Hay una lupa por aquí —murmuró él, mirando a su alrededor—. Ah, aquí está —se inclinó hacia delante y su mejilla rozó la de ella. Aimi soltó un gemido y Jonas se quedó inmóvil—. ¿Algo va mal? —preguntó, con voz suave.
Pero el brillo de sus ojos indicaba que sabía bien lo que estaba haciendo y el efecto que tenía en ella.
—No, pero creo que deberíamos volver con los demás —consiguió decir ella, sintiendo un cosquilleo en los labios.
—Pero aún no has mirado la Biblia. Hay mucho que ver —añadió, persuasivo—. Sabes que en realidad no quieres marcharte.
La antigua Paula, la que había vivido la vida al máximo y amado con entusiasmo, no quería marcharse. Pero la nueva, que sabía que había que pagar por los errores cometidos, intentaba mantener el control. Estaba requiriendo cada átomo de su fuerza de voluntad para no entregarse a sus brazos y dejarse llevar por la intensa atracción física que sentía. Nadie antes había conseguido hacerle sentir esa necesidad, esa urgencia. La atraía como una llama a una polilla; sabía que podía quemarse, pero seguía atrayéndola su calor.
—Tengo que irme —declaró Paula. Alzó una mano para que se apartara—. Necesito aire fresco —sabía que sonaba desesperada, pero le dió igual. Allí dentro no podía respirar, él estaba absorbiendo todo el oxígeno. Con la poca fuerza que le quedaba, fue hacia la cristalera.
Pedro la habría seguido, pero sonó el teléfono y tuvo que contestar. Aprovechó para escapar.
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