martes, 27 de marzo de 2018

Desafío: Capítulo 39

—¿Qué dijo? —preguntó Alejandra, inquieta.

—Lo que siempre he sabido, que fue culpa mía que Sofía muriese.

—Pero Pau, nadie te culpó.

—Yo me culpé —Paula sonrió, no quería hacer más daño a su madre—. Pero no te preocupes, ahora todo está bien.

—Me alegro, cariño   —dijo  Alejandra con   alivio—.   Deja  todo eso  atrás.   Últimamente  te  pareces  más  a  la  que  eras;  sabía  que  algo  había  cambiado.  Es  Pedro,  ¿Verdad? Es un buen hombre, ha estado tan preocupado por tí que se negó a irse a casa.

—¿Está  aquí?  —Paula se  quedó  helada.

 Ni  siquiera  se  le  había  ocurrido  esa  posibilidad. Su cerebro aún no funcionaba con normalidad.

—Claro.  Ha  ido  a  traer  café.  Sentirá  un  gran  alivio  al  ver  que  por  fin  te  has  despertado.

—Dile que se vaya. No quiero verlo —le ordenó Paula.

Sabía por qué había ido a casa  de  los  padres  de  Sofía,  y  el  encuentro  le  había  recordado  lo  que  la  pasión  había  borrado de su mente. Pedro, y todo lo que representaba, no eran para ella. No podía tener la felicidad que le había negado a su amiga.

—¿Por  qué?  —preguntó  su  madre,  confusa—.  No  lo  entiendo.  ¿Ha ocurrido  algo?

Había ocurrido que Paula no quería seguir viviendo un sueño imposible.

—No nos hemos peleado, ni nada de eso. Pero no quiero verlo. Por favor, dile que se vaya a casa.

—De acuerdo, si es lo que quieres —accedió Alejandra con tristeza.

—Tranquila,  Alejandra, Paula pude  decírmelo  ella  misma  —declaró Pedro con  templanza.  Ambas  volvieron  la  cabeza  y  lo  vieron  en  el  umbral,  con  dos  vasos  de  café en las manos. Los dejó en la mesita—. ¿Puedes dejarnos un momento? —le pidió a Alejandra.

Ella se puso en pie.

—Diez minutos —accedió ella.

Miró de uno a otro y, con un suspiro, salió de la habitación.

Pedro no  ocupó  la  silla,  se  quedó  de  pie,  con  las  manos  en  los  bolsillos  de  los  vaqueros.

—Me diste un susto de muerte. Primero me despierto y no estás, después recibo una  llamada  de  tu  madre,  diciéndome  que  estás  hospitalizada.  ¿Cómo  se  te  ocurrió  cruzar la calle sin mirar?

Paula lo  miró  y  vóo  que  parecía  cansado  y  necesitaba  afeitarse.  Pero  endureció  su corazón.

—Tenía...  muchas  cosas  en  la  cabeza.  No  me  dí  cuenta.  ¿Cuánto  tiempo  llevabas ahí? ¿Qué has oído?

—Lo   suficiente  para  saber que no quieres verme —dijo   él—.   ¿Cómo  te encuentras?

—Me duele todo —contestó ella con una mueca.

—Eso  es  porque  eres  un  gran  cardenal  —dijo  él,  con  calma—.  ¿Por  qué  no  quieres verme, Paula? ¿Qué te llevó a salir del piso sin decir palabra?

—Salí  porque  necesitaba  pensar  —contestó  ella,  seca—.  Y  no  quiero  verte  porque  no  tendría  sentido.  Nuestra  relación  no  tiene  futuro,  así  que  lo  mejor  es  ponerle fin.

—¿Cómo que  no  tiene  futuro?  —estrechó  los  ojos—.  ¡Anoche  dijiste  que  me  querías! —protestó Jonas con incredulidad.

—Te mentí —Paula tragó saliva.

Él la miró con paciencia, intentando entender qué ocurría.

—¿Mentiste? —movió la cabeza y se pasó la mano por el pelo—. No, cielo. No lo creo. Es ahora cuando mientes.

—¿Por qué iba a hacer eso?

—No lo sé, ¡Pero pienso descubrirlo! —ladró él. —

Estoy cansada —Paula miró hacia la pared—. Quiero que te vayas. Por favor, no vuelvas —dijo. No podía verlo, pero oyó cómo tomaba aire.

—De acuerdo, me voy, pero esto no se ha terminado. No te dejaré sin más, Paula—prometió.

—Deberías —Paula cerró los ojos—. Aquí no  hay  nada  para  tí.  No  puedo  darte  lo que quieres.

—Entonces  estoy  condenado,  cielo,  porque  tal  y  como  yo  lo  veo,  eres  la  única  que puede —contestó él.

Después salió de la habitación. Paula sabía  que  había  hecho  lo  correcto,  pero  no  había  creído  que  pudiera  dolerle  tanto.  Era  como  si  alguien  le  hubiera  arrancado  el  corazón  y  lo  hubiera  rasgado en tiras.

Por  suerte,   su  madre   volvió   y   fue   a   sentarse   a   su   lado.   La   miró   con   preocupación.

—He  visto  a  Pedro.  No  parecía  contento.  ¿Por  qué  le  has  dicho  que  se  fuera,  Pau? Ese hombre te quiere, es obvio. Y tú lo quieres a él. ¿Por qué haces esto?

 Paula suspiró con tristeza.

—Porque  había  olvidado  una  promesa  que  hice,  ahora  la  he  recordado  y  todo  irá bien —agitó las pestañas y suspiró—. Estoy cansada. Creo que necesito dormir.

Alejandra se  recostó  en  la  silla  y  se  estremeció  como  si  alguien  hubiera  andado  sobre  su  tumba.  Temía  saber  a  qué  se  refería  su  hija,  y  eso  la  horrorizaba.  Había  sentido  júbilo  la  noche  anterior,  al  verla radiante  y  feliz;  haría  cuanto  pudiera  para  que  eso  no  se  perdiera.  Tenía  llamadas  que  hacer  y  gente  a  la  que  ver.  Iba  a  luchar por su hija como nunca antes.

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