Salió por la puerta de cristal y se encontró en un lateral de la casa, desde el que podía acortar entre los arbustos y bajar hacia el lago sin que nadie la viera. Se sentía como un animal huyendo, tenía el corazón desbocado. Sin embargo, mientras se alejaba, oía el canto de sirena que la instaba a regresar. Lo que quería estaba a su espalda, no ante ella. Sin embargo, sabía que no todo lo que deseaba era bueno. Había comprobado los resultados de esa autoindulgencia y se había jurado que no se repetirían. Así que siguió hacia el bosque, buscando reposo para sus inquietos sentidos. Pero no encontró la paz, ni siquiera en el cenador cubierto por una rosaleda que había al otro extremo del lago, junto al agua. Se agarró a una de las vigas de madera y cerró los ojos, admitiendo que estaba perdiendo la batalla. Su deseo por Pedro era un fuego que no se apagaba. La idea de no verlo de nuevo le oprimía el corazón. Desde el momento en que lo había visto por primera vez, había sabido que no podría alejarse sin cicatrices. Había resucitado a la mujer que había sido y por, más que luchara, no vencería a su propia naturaleza. El ruido de pasos interrumpió sus pensamientos. Como en un sueño, se volvió hacia la entrada al cenador. Pedro estaba allí y a Paula le pareció que el mundo suspiraba lentamente.
—Me has seguido —dijo, sin asomo de sorpresa.
—Sabías que lo haría —respondió él con voz ronca—. Me atraes hacia dondequiera que estás. Y a tí te ocurre lo mismo.
—¿Tú crees? —Paula tomó aire.
—Es asombroso, ¿No? —Pedro dió un paso hacia ella—, esto que hay entre nosotros. Lo sentimos nada más vernos.
—¿Lo sentimos? —lo retó ella, alzando la mano para mantenerlo a distancia.
Él siguió avanzando hasta que su pecho rozó la mano de ella. Entonces se detuvo y la miró a los ojos.
—Oh, sí. Sabes que tu piel grita por conocer la textura de la mía —susurró él—. A mí me ocurre lo mismo. No puedo apartarme de tí, Pau. Aún no. Ni tú puedes huir de mí.
—No me conoces tan bien —musitó ella con voz entrecortada.
Sentía el calor de su pecho bajo la palma de la mano. Instintivamente, alzó la otra para sentir la fuerza de su corazón latiendo.
—Pretendo conocerte mejor —respondió él con voz sedosa.
Aunque parte de ella sabía que debía detenerlo, no pudo. La necesidad de sentir la abrumaba. Su cerebro dejó de funcionar, dando paso al sentimiento. Temblando, alzó los ojos hacia los de él y el fuego que vio en ellos la hipnotizó. Después, cuando él bajó la cabeza, fue como si el mundo se detuviera. Sus bocas se encontraron y la tierra giró sobre su eje. El contacto de sus labios firmes reverberó en todo su cuerpo. Fue increíble. Todos sus sentidos se exacerbaron en un instante. Las ascuas del deseo volvieron a llamear, abrasándola con su intensidad. No había vuelta atrás. Jonas reclamó su boca con un gruñido de macho satisfecho, y Aimi respondió abriendo los labios para aceptar la invasión de su lengua. Fue un encuentro salvaje y ardiente, un beso llevó a otro hasta que se fundieron en uno, sin principio ni fin. Durante interminables minutos, ninguno de ellos pudo controlar la potente atracción física que sentían. Eran como marionetas cuyas cuerdas volvían a moverse tras días de cautividad. Habían abierto la caja de Pandora de la atracción y se ahogaban en sus delicias. No había barreras ni restricciones. Por fin se sentían libres para entregarse a los deseos que los impulsaban. Tras vivir esa primera oleada de excitación, se apartaron, jadeando, y sus miradas revelaron la fuerza de lo que acababan de experimentar.
—¡Oh, Dios! —gimió Paual suavemente, apoyando la frente en la barbilla de él—. Lo había olvidado —dijo.
Hacía tanto tiempo que no se permitía sentir que era casi como la primera vez. —
¿Qué podía ser así? —preguntó Pedro con voz espesa. La rodeó con un brazo, atrayéndola hacia sí; alzó la otra mano y empezó a sacar las horquillas de su cabello, hasta que cayó como un halo sobre sus hombros—. Que Dios me ayude, yo también lo había olvidado —sonó sorprendido, atónito casi.
Paula apenas escuchaba. Con cada inspiración se llenaba de su aroma y la piel bronceada de su cuello estaba muy cerca. Sólo tuvo que girar la cabeza para que sus labios hicieran contacto. Se estremeció de arriba abajo. Sacó la lengua y la deslizó por su piel, el gemido de Jonas casi la volvió loca. Pero quería mucho más. Un instante después, sus dedos impacientes desabrochaban su camisa para poder apartarla y reclamar su presa. No tuvo mucho tiempo para disfrutar con su sabor y su tacto; los dedos de Pedro se hundieron en su cabello y la obligaron a echar la cabeza atrás.
—Me estás volviendo loco —declaró con voz gutural.
Atacó su cuello con labios ardientes. Paula se aferró a sus hombros y su cuerpo empezó a fundirse como un metal. No tenía fuerza en las piernas, pero Pedro soportaba su peso sin problemas e hizo que se arrodillara con él. Sintió sus manos desabotonarle la blusa y abrirla, revelando la seda color miel de su sujetador. Una mano de dedos largos reclamó su seno. Instintivamente, se arqueó hacia él, cerrando los ojos y disfrutando de la placentera sensación. Las manos de él se movieron, acariciándola y apartando la barrera de seda, trazando un camino de llamas que sus labios siguieron después, hasta que su boca se cerró sobre un pezón y lo succionó. Entonces ella perdió el control. Ya no eran posibles cordura o sensatez para ninguno de ellos. Sólo cabían las sensaciones y, como piedras de la playa, no podían evitar el embate de las olas de placer que los ahogaban. Se libraron de la ropa, afanándose por acercarse y descubrirse. Cayeron al suelo, un amasijo de miembros entrelazados, envueltos en una pasión tan cálida y húmeda como la noche que los rodeaba. La urgencia del deseo impidió que se hicieran el amor con calma. Los dominaba el impulso primario de alcanzar el objetivo que sus cuerpos exigían. Paula sólo sabía que cada beso y cada caricia incrementaba su necesidad de sentirlo dentro de ella. Lo anhelaba tanto que, cuando Jonas finalmente se colocó entre sus piernas y la penetró, dejó escapar un grito.
—¿Pau? —Pedro se quedó quieto—. ¿Te he hecho daño? —su voz sonó cargada de pasión.
—No. Estoy bien. Es sólo que... hacía mucho tiempo —susurró ella, sin ganas de hablar.
La miró como si quisiera decir algo, pero ella lo apretó entre sus brazos y clavó los dedos en su espalda. Él volvió a moverse y segundos después se perdieron en una carrera hacia la liberación. Llegó como una explosión de fuego blanco que hizo que ambos gritaran. Abrazados, cabalgaron juntos sobre el placer, hasta que acabó. Después, saciados, se quedaron dormidos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario