—¿Es un buen libro? —preguntó Pedro, al pasar a su lado.
—Mucho —le contestó, aunque ni siquiera habría podido decirle de qué trataba.
Lo oyó moverse por ahí y después debió tumbarse, porque oyó un suspiro. Miró por encima del libro y lo vió sobre una tumbona, a unos metros de ella. Decidió que estando allí no le causaría problemas y volvió a la lectura. Sin embargo, cuando se dio cuenta de que había empezado la misma página media docena de veces, por lo pendiente que estaba de él, cerró el libro y lo dejó a un lado. Ajustó la tumbona en posición horizontal y se tumbó boca abajo, apoyando la cabeza en los brazos. El calor y el silencio hicieron que se adormilara. De repente, sintió unas manos en la espalda, subiendo hacia el cuello. Dió un gritito e intentó incorporarse; las manos lo impidieron.
—Estoy poniéndote crema protectora en la espalda —dijo Pedro con calma—. Vas a quemarte con este sol.
Paula se mordió el labio mientras los dedos rozaban sus costillas, acercándose peligrosamente a sus pechos. Sintió una burbuja de histeria en la garganta, estaba ardiendo y el sol no tenía nada que ver. Deseó que se detuviera, el contacto de sus manos la estaba volviendo loca. Pedro, sin embargo, parecía dispuesto a tomarse su tiempo y cuando por fin acabó ella estuvo a punto de gruñir, no sabía si por alivio o desilusión.
—Creo que con eso valdrá —afirmó él—. ¿O quieres que te ponga también en las piernas?
—¡No! —rechazó ella con demasiada rapidez—. Ya me he puesto yo. Gracias —añadió con voz ronca, sin mirarlo.
—Vale. Ahora tú puedes ponerme a mí en la espalda —dijo él con toda tranquilidad.
—¿Qué? —entonces sí que se volvió hacia él.
Pedro la miró con expresión inocente como la de un niño, sin duda falsa.
—¿Puedes ponerme crema en la espalda? —repitió.
Sin dudar que aceptaría, volvió a su tumbona y se tumbó boca abajo. Paula se incorporó y, con desgana, agarró el bote de crema. En su interior se libraba una batalla. Por un lado, sabía que lo sensato sería negarse, por otro, su parte sensual que, había conseguido escapar de su prisión de hielo, quería explorar los intrigantes planos de su cuerpo bronceado. Ésa fue la parte que ganó la batalla; fue hacia él. Se arrodilló a su lado, echó un chorro de crema en el centro de su espalda, inspiró con fuerza y empezó a extenderla con las palmas de las manos. Había pretendido hacerlo de forma profesional, pero una vez lo tocó distanciarse se convirtió en un imposible. Tenía la piel firme pero sedosa, y la sensación era muy erótica. Perdió la noción del paso del tiempo, disfrutando del contacto.
—Mmm —suspiró Pedro con placer evidente—. Fantástico. Tienes unas manos maravillosas. Podría acostumbrarme a esto.
Fue poco más que un murmullo sensual, pero devolvió a Paula a la realidad. «¿Qué estás haciendo?», se preguntó, horrorizada. Roja como la grana, acabó con su tarea y se apoyó en los talones.
—Ya está —dijo, preparándose para levantarse.
Tenía que alejarse de él cuanto antes. Pedro se apoyó en un codo, agarró su muñeca y tiró de ella, acercándola.
—Aún no te he dado las gracias —ronroneó.
—Para, Pedro—protestó Paula, intentando mantener el equilibrio.
Pero, en un parpadeo, él se tumbó de espaldas y no pudo evitar caer sobre su pecho. Con ojos chispeantes de malicia, rodeó su cuello con la mano libre y atrajo su boca hacia la suya. Aimi intentó apartarse, pero él era demasiado fuerte. Sus labios capturaron los de ella con sensualidad impactante. Fue un beso largo que removió las brasas de su pasión mutua. La boca de él reclamaba la suya, exigiendo una respuesta que ella intentó negarle, sin éxito. Durante una eternidad, se perdió en el calor de sus labios y la caricia de su lengua. Cuanto más le daba, más deseaba ella; fue el graznido de un cuervo sobrevolando la piscina lo que la devolvió a la tierra de sopetón. Apartándose, Paula miró los ojos brillantes de humor y de algo más profundo. Sé le revolvió el estómago de asco por haberse rendido de nuevo a los egoístas placeres que una vez habían regido su vida. Su sangre se convirtió en hielo.
—Creo que ése es agradecimiento más que suficiente —dijo, levantándose—. La próxima vez, limítate a decir «gracias».
—Eso no sería tan divertido —se rió Pedro, observándola volver a su tumbona y echarse boca arriba, mirando hacia otro lado—. Has disfrutado, Pau. ¡No simules que no!
Ella lo ignoró y cerró los ojos. Era verdad que había disfrutado. Besar a Pedro había sido una experiencia increíble, que no olvidaría. Una y otra vez, revivió el momento. Todos sus sentidos se habían exacerbado por el aroma, tacto y sabor de él, tal y como había sabido que ocurriría. El hombre era irresistible, pero tenía que conseguir resistirse; a él sólo le interesaba la diversión de la caza. No podía convertirse en otro de sus trofeos. Tenía que recordar las razones por las que había renunciado a la Paula de años antes: para poder vivir consigo misma y con lo que había hecho. Por desgracia, la vieja Paula se había liberado de sus cadenas un momento. Sin embargo, sólo había sido una escaramuza y ella recuperaría el control. Tendría que librar muchas más batallas y las ganaría todas. Suspirando, ordenó a su cuerpo que dejara de reaccionar ante el hombre que había a unos metros. No se lanzaría a los brazos de Pedro, él sólo quería divertirse y ella valía más que eso. Mucho más. Se relajó y se quedó dormida.
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