martes, 6 de marzo de 2018

Desafío: Capítulo 13

—¿Es un buen libro? —preguntó Pedro, al pasar a su lado.

—Mucho —le contestó, aunque ni siquiera habría podido decirle de qué trataba.

Lo  oyó  moverse  por  ahí  y  después  debió  tumbarse,  porque  oyó  un  suspiro.  Miró por encima del libro y lo vió sobre una tumbona, a unos metros de ella. Decidió que estando allí no le causaría problemas y volvió a la lectura. Sin embargo, cuando se dio cuenta de que había empezado la misma página media docena de veces, por lo pendiente que estaba de él, cerró el libro y lo dejó a un lado. Ajustó  la  tumbona  en  posición  horizontal  y  se  tumbó  boca  abajo,  apoyando  la  cabeza en los brazos. El calor y el silencio hicieron que se adormilara. De repente, sintió unas manos en  la  espalda,  subiendo  hacia  el  cuello.  Dió  un  gritito  e  intentó  incorporarse;  las  manos lo impidieron.

—Estoy  poniéndote  crema  protectora  en  la  espalda  —dijo  Pedro con  calma—.  Vas a quemarte con este sol.

Paula se  mordió  el  labio  mientras  los  dedos  rozaban  sus  costillas,  acercándose  peligrosamente  a  sus  pechos.  Sintió  una  burbuja  de  histeria  en  la  garganta,  estaba  ardiendo  y  el  sol  no  tenía  nada  que  ver.  Deseó  que  se  detuviera,  el  contacto  de  sus  manos  la  estaba  volviendo  loca.  Pedro,  sin  embargo,  parecía  dispuesto  a  tomarse  su  tiempo y cuando por fin acabó ella estuvo a punto de gruñir, no sabía si por alivio o desilusión.

—Creo  que  con  eso  valdrá  —afirmó  él—.  ¿O  quieres  que  te  ponga  también  en  las piernas?

—¡No! —rechazó ella con demasiada rapidez—. Ya me he puesto yo. Gracias —añadió con voz ronca, sin mirarlo.

—Vale.  Ahora  tú  puedes  ponerme  a  mí  en  la  espalda  —dijo  él  con  toda  tranquilidad.

—¿Qué? —entonces sí que se volvió hacia él.

Pedro la miró con expresión inocente como la de un niño, sin duda falsa.

—¿Puedes  ponerme  crema  en  la  espalda?  —repitió.

Sin  dudar  que  aceptaría,  volvió a su tumbona y se tumbó boca abajo. Paula se  incorporó  y,  con  desgana,  agarró  el bote de crema. En su interior se libraba una batalla. Por un lado, sabía que lo sensato sería negarse, por otro, su parte sensual  que,  había  conseguido  escapar  de  su  prisión  de  hielo,  quería  explorar  los  intrigantes  planos  de  su  cuerpo  bronceado.  Ésa  fue  la  parte  que  ganó  la  batalla;  fue  hacia él. Se  arrodilló  a  su  lado,  echó  un  chorro  de  crema  en  el  centro  de  su  espalda,  inspiró  con  fuerza  y  empezó  a  extenderla  con  las  palmas  de  las  manos.  Había  pretendido  hacerlo  de  forma  profesional,  pero  una  vez  lo  tocó  distanciarse  se  convirtió  en  un  imposible.  Tenía  la  piel  firme  pero  sedosa,  y  la  sensación  era  muy  erótica. Perdió la noción del paso del tiempo, disfrutando del contacto.

—Mmm  —suspiró  Pedro con  placer  evidente—.  Fantástico.  Tienes  unas  manos  maravillosas. Podría acostumbrarme a esto.

Fue  poco  más  que  un  murmullo  sensual,  pero  devolvió  a  Paula a  la  realidad.  «¿Qué estás haciendo?», se preguntó, horrorizada. Roja como la grana, acabó con su tarea y se apoyó en los talones.

—Ya está —dijo, preparándose para levantarse.

Tenía que alejarse de él cuanto antes. Pedro se apoyó en un codo, agarró su muñeca y tiró de ella, acercándola.

—Aún no te he dado las gracias —ronroneó.

—Para, Pedro—protestó  Paula,  intentando  mantener  el  equilibrio.

Pero,  en  un  parpadeo, él se tumbó de espaldas y no pudo evitar caer sobre su pecho. Con  ojos  chispeantes  de  malicia,  rodeó  su  cuello  con  la  mano  libre  y  atrajo  su  boca  hacia  la  suya.  Aimi  intentó  apartarse,  pero  él  era  demasiado  fuerte.  Sus  labios  capturaron  los  de  ella  con  sensualidad  impactante.  Fue  un  beso  largo  que  removió  las  brasas  de  su  pasión  mutua.  La  boca  de  él  reclamaba  la  suya,  exigiendo  una  respuesta  que  ella  intentó  negarle,  sin  éxito.  Durante  una  eternidad,  se  perdió  en  el  calor  de  sus  labios  y  la  caricia  de  su  lengua.  Cuanto  más  le  daba,  más  deseaba  ella;  fue el graznido de un cuervo sobrevolando la piscina lo que la devolvió a la tierra de sopetón. Apartándose,  Paula miró  los  ojos  brillantes  de  humor  y  de  algo  más  profundo.  Sé  le  revolvió  el  estómago  de  asco  por  haberse  rendido  de  nuevo  a  los  egoístas  placeres que una vez habían regido su vida. Su sangre se convirtió en hielo.

—Creo que ése es agradecimiento más que suficiente —dijo, levantándose—. La próxima vez, limítate a decir «gracias».

—Eso no sería tan divertido —se rió Pedro, observándola volver a su tumbona y echarse  boca  arriba,  mirando  hacia  otro  lado—.  Has  disfrutado,  Pau.  ¡No  simules  que no!

 Ella  lo  ignoró  y  cerró  los  ojos.  Era  verdad  que  había  disfrutado.  Besar  a  Pedro había  sido  una  experiencia  increíble,  que  no  olvidaría.  Una  y  otra  vez,  revivió  el  momento. Todos sus sentidos se habían exacerbado por el aroma, tacto y sabor de él, tal  y  como  había  sabido  que  ocurriría.  El  hombre  era  irresistible,  pero  tenía  que  conseguir  resistirse;  a  él  sólo  le  interesaba  la  diversión  de  la  caza.  No  podía  convertirse en otro de sus trofeos. Tenía que recordar las razones por las que había renunciado a la Paula de años antes:  para  poder  vivir  consigo  misma  y  con  lo  que  había  hecho.  Por  desgracia,  la  vieja  Paula se  había  liberado  de  sus  cadenas  un  momento.  Sin  embargo,  sólo  había  sido  una  escaramuza  y  ella  recuperaría  el  control.  Tendría  que  librar  muchas  más  batallas y las ganaría todas. Suspirando,  ordenó  a  su  cuerpo  que  dejara  de  reaccionar  ante  el  hombre  que  había a unos metros. No se lanzaría a los brazos de Pedro, él sólo quería divertirse y ella valía más que eso. Mucho más. Se relajó y se quedó dormida.

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