—¡Tal vez no me conozcas tan bien como crees! —protestó ella, explorando su cuello y hombros con los dedos.
Pedro acercó su mejilla a la de ella.
—Sé que mentiste sobre no saber a quién te parecías —dijo en su oído, Paula aguantó la respiración—. ¿Por qué no querías que supiera que tu madre es Alejandra Schulz?
Paula cerró los ojos un momento, luego habló.
—No es un vínculo del que suela alardear, sencillamente porque mi madre nunca quiso condenarme a vivir en la pecera en la que tiene que vivir ella —no dijo que eso no había funcionado, porque había creado su propia notoriedad. Cruzó los dedos, esperando que él no supiera nada de su pasado.
—Eso lo entiendo. Y ahora sé de dónde provienen tus dotes de actriz —dijo Pedro.
Paula rió con alivio.
—Soy incapaz de actuar. He salido a mi padre. Era un académico. Mi amor por la historia se lo debo a él.
—Belleza y cerebro. Una combinación irresistible —dijo él con su diabólico encanto habitual—. ¿Vas a ir a saludarla?
—Más tarde —confirmó ella, que prefería hacerlo con un poco más de privacidad.
—Bien, estoy deseando conocerla. Quiero preguntarle algunas cosas sobre tí.
A Paula le dió un vuelco el corazón.
—¿Qué clase de cosas? —preguntó, con voz más aguda de lo habitual.
—No te preocupes —rió él—. Sólo quiero saber cómo consiguió crear una hija tan bella y llena de talento —alzó la mano que agarraba la de ella, se la llevó a los labios y besó sus dedos.
—¡No hagas eso! —ordenó ella con voz grave; hasta ese leve contacto le quitaba el aliento y alentaba su deseo.
—No puedo evitarlo —admitió él, conduciéndola hacia el otro extremo de la pista—. Siempre que estoy contigo siento la necesidad de tocarte. Me has hechizado, Pau. Cada minuto del día estás en mis pensamientos, y en mis sueños... —su voz se apagó, sabiendo que era innecesario seguir.
—¡Eres un diablo! —lo regañó ella. Pero lo miró con ojos nublados por la pasión.
—Ya te he advertido sobre lo que ocurre cuando me miras así —gruñó Pedro, ella le contestó con una sonrisa seductora.
—¿Qué vas a hacer al respecto? —lo retó.
—Nada ante toda esta gente —dejó de bailar, miró a su alrededor y encontró lo que buscaba—. Ven conmigo —ordenó.
Agarrándola del brazo la llevó hacia las puertas de cristal que daban salida a la terraza. A ella se le aceleró el pulso un poco. Sólo habían dado unos pasos afuera cuando una voz detuvo su avance.
—¿Pau? —la voz era una mezcla de esperanza e incertidumbre.
Paula se detuvo y giró en redondo hacia su madre que, parpadeó y esbozó una gran sonrisa.
—¡Me pareció que eras tú! —exclamó.
Un instante después envolvía a su hija en un fuerte abrazo. Paula se lo devolvió, encantada de verla, como siempre.
—Creía que seguías en el rodaje. ¿Cuándo has vuelto?
—La verdad, cariño, es que en realidad no he vuelto —Alejandra Schulz se rió—. Adrián se ha roto una pierna y no puede seguir rodando, así que he vuelto unos días, mientras encuentran a un sustituto. Es frustrante, pero al menos así podré verte. Deja que te mire —dio un paso atrás para contemplarla. Sus ojos se ensancharon con asombro—. ¡Oh, Dios mío! —soltó las manos de su hija y se las llevó al rostro. Las lágrimas surcaron sus mejillas—. ¡No sabes cuánto he esperado verte así! ¡Ay, cariño, gracias a Dios! He estado tan preocupada... pero, mírate. Tu pelo, tu ropa... ¡Es maravilloso! —Alejandra empezó a sollozar.
Atónita al comprender, por su reacción, lo preocupada que había estado su madre, Paula se apresuró a abrazarla.
—No llores. Por favor, no llores —suplicó, sintiéndose fatal.
—Estoy bien, cielo —Alejandra se apartó y se sorbió la nariz—. Ya sabes lo emocional que soy. Debe de haber un pañuelo de papel por aquí —dijo, rebuscando en su bolso.
—Use éste —sugirió Pedro, ofreciéndole un pañuelo inmaculado.
Alejandra lo aceptó, se secó los ojos y miró al hombre que había acudido en su rescate. Arqueó las cejas y sonrió.
—Ahora lo entiendo —miró de Pedro a su hija—. Quienquiera que seas, ¡Encantada de conocerte!
—Pedro Alfonso, señorita Schulz, es un gran honor para mí —se presentó Pedro, sonriente, ofreciendo a la madre de Paula una buena dosis de su devastador encanto.
—Alejandra, por favor —rectificó ella—. Nada de ceremonias. Cuando estoy con mi hija soy su madre, no una actriz. Y si eres el responsable de esta transformación, estoy en deuda contigo.
—¡Mamá! —exclamó Paula, desazonada. Pero su madre esbozó una sonrisa tan rebosante de amor que se le hizo un nudo en la garganta.
—Cariño, he esperado ver este día mucho tiempo, no me impidas que lo disfrute.
Paula se mordió el labio. Sabía lo que estaba pensando su madre y tenía que aclarar las cosas. Aunque ella estuviera enamorada de Pedro, dudaba que él sintiera lo mismo por ella.
—Mamá, Pedro y yo... no somos...
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