viernes, 16 de marzo de 2018

Desafío: Capítulo 25

Con  un  suspiro,  se  acurrucó  bajo  la  sábana  con  la  intención  de  dormir  un  rato  más.  No  iba  a  preocuparse  por  el  futuro  ni  por  lo  que  podría  ocurrir.  Mejor  vivir  el  presente y disfrutarlo mientras durase. Aimi   llegó   tarde,   por  primera vez  desde que   trabajaba con Federico.   Había   olvidado  poner  el  despertador  y  se  había  dormido.  Entró en  su  casa,  incómoda  por  haber tenido que apresurarse.

—Siento  llegar  tarde  —se  disculpó  cuando  entró  al  despacho  y  vió  a  Federico ya  trabajando ante el escritorio. Él alzó la vista, dio un respingo y la miró boquiabierto. Paula parpadeó con sorpresa.

—¿Qué ocurre? ¿Algo va mal?

Federico sacudió una mano en su dirección.

—Tu pelo —dijo.

Ella alzó una mano y descubrió, atónita, que lo llevaba suelto.

—¡Dios  mío!  ¡Se me olvidó!  —exclamó,  sintiéndose  vulnerable.  Se  sentó,  sacó  una caja de horquillas del  cajón  y  se hizo el  moño rápidamente,   con   dedos temblorosos. No entendía cómo lo había olvidado. Era una de las primeras cosas que hacía cada día: ponerse su armadura contra el mundo. Pero esa mañana había estado pensando  en  Pedro—.  ¡Ya  está!  —dijo,  dándose  una  palmadita  para  comprobar  que  su cabello estaba bien sujeto.

—¿Cómo puedes hacer eso sin mirar? —preguntó Federico con asombro.

—Práctica  —rió  Paula—.  ¿Cómo  fue la operación?  —deslizó  la  silla  hacia  delante y agarró la agenda de sobremesa de Federico.

—Hubo  momentos  críticos,  pero  creo  que  superamos  el  bache.  Tuve  que  quedarme por si había que volver al quirófano, pero no hizo falta.

—Eso  son  buenas  noticias  —Paula sonrió  con  alivio—.  Al  menos  hoy  tienes  un  día fácil —revisó su horario con él. Hubo que cambiar la hora de un par de citas, pero todo lo demás estaba bien.

 Federico se  recostó  en  la  silla  y  la  observó  encender  el  ordenador  y  teclear  los  cambios.

—Dime, ¿Se comportó Pedro cuando te llevó a casa ayer?

—Claro  que  sí  —la  inesperada  pregunta  hizo  que  se  ruborizase—.  ¿Por  qué  lo  preguntas?

—Porque  esta  mañana  no  pareces  tú  misma  —observó  él. 

Ella  casi  gruñó,  lo  sabía bien.

—Es  el  calor  —explicó,  sin  alzar  la  vista,  esperando  que  él  no  insistiera—.  Me  está afectando. Tiene que refrescar pronto.

—Amén —dijo Federico.

 No preguntó más.

Trabajaron en armonía durante una hora, después Federico subió a prepararse para su primera cita en el hospital. Acababa de salir del despacho cuando sonó el teléfono. Paula,  que  estaba  reescribiendo  un  párrafo  bastante farragoso,  alzó el  auricular  con  un suspiro.

—Residencia  Alfonso,  Paula Chaves al  aparato  —respondió  con  su  fórmula  habitual.

Se le erizó el vello de la nuca al oír la respuesta.

—Hola, Paula Chaves.

Un  escalofrió  recorrió  su  cuerpo  con  el  sonido  de  su  voz.  Todos  sus  sentidos  entraron en alerta.

—¿Pedro? —su voz sonó grave y ronca, como si no hubiera hablado en todo el día.

—¿Esperabas a otra persona? —preguntó Pedro, con voz risueña y seductora.

Ella sintió otro escalofrío en la espalda. Anonadada por cómo reaccionaba a él, se recostó en la silla y la hizo girar para mirar hacia el jardín.

—No esperaba que llamases tú. ¿Algo va mal?

—Nada  va  mal,  excepto  mi  estado  mental.  Lo  cierto  es  que  estoy  en  mitad  de  una reunión muy importante —reveló él.

—No lo creo —arrugó la frente—. Dudo que haya nada que pueda interponerse a tus negocios.

—Hasta hace cinco minutos, habría estado de acuerdo contigo —Pedro se rió.

—¿Y qué ocurrió hace cinco minutos?

—De pronto tuve el deseo urgente de oír tu voz.

—¿Qué?  —la  confesión  la  había  dejado  sin  aire  y  tenía  la  sensación  de  que  el  corazón no le cabía en el pecho.

 —Lo sé. Parece difícil de creer, pero me encanta tu voz seca y aguda cuanto te irritas, y el tono dulce y jadeante que usas al hacer el amor.

—¡Estás loco! —si no hubiera estado sentada, se le habrían doblado las piernas.

Hacía  mucho  tiempo  que  no  mantenía  esa  clase  de  conversación  telefónica  con  un  hombre, había olvidado lo divertido que podía ser.

—Los hombres que esperan en la sala de reuniones deben de pensar lo mismo —rió Pedro—. No suelo irme en mitad de una discusión.

—¿Y  lo  has  hecho  sólo  para  hablar  conmigo?  —Paula sintió  una  oleada  de  calidez invadir su cuerpo de pies a cabeza.

Oyó un suspiro de él.

—La  necesidad  de  oír  tu  voz  era  más  fuerte  que  mi  deseo  de  comprar  la  empresa de la que estábamos hablando. Pensé que me ayudaría llamarte, pero me ha salido el tiro por la culata.

—¿Por la culata? —Paula cerró los ojos y se mordió el labio.

—Ahora quiero verte, y tocarte —admitió él con un gruñido sexy que encendió una  llamarada de  deseo  en  el  cuerpo  de  Paula. 

Su  voz  era  tan  sensual  como  una  caricia.

—¡Para! ¡No hagas eso! —le ordenó, con poca convicción.

—¿Qué  estoy  haciendo,  Pau?  —preguntó  él  con  urgencia—.  ¿Se  parece a lo  que  me  estás haciendo  a  mí?  ¿Tienes  el  pulso  acelerado  y  te  quema la  sangre  en  las  venas?

—¡Pedro, tengo trabajo que hacer! ¿Cómo voy a concentrarme así?

—Dile a Fede que no te encuentras bien y tómate el día libre. Yo haré lo mismo.

—¿He  oído  bien?  —alzó  una  ceja—.  ¿Estás  sugiriendo  perderte  un  trato  de  negocios para verme? ¡Podría costarte millones!

 —Pau, cariño, ¡Tú vales cada penique!

—Apuesto  a  que  le  dices  eso  a  todas  tus  mujeres  —lo  acusó  ella,  odiando  la  posibilidad de que hubiera otras mujeres.

 —En absoluto. Tú eres la primera —dijo él tras una breve pausa.

—Si es verdad, me halagas  —dijo Paula—.  Por desgracia,  no  puedo  aceptar  tu  sugerencia porque tengo trabajo, y  tú tienes que ayudar a  esa  empresa  con  problemas. Sálvala y te haré la cena esta noche.

—¿Y si no puedo salvarla?

—Al menos sabré que has hecho lo posible.

—¿Y seguirás dándome de cenar?

 —Desde luego.

—Trato  hecho.  Más  vale  que  vuelva  antes  de  que  crean  que  he  cambiado  de  opinión. Estaré deseando que llegue esta noche.

—Adiós, Pedro—suspiró ella.

Sonriente,  giró  la  silla  y  colgó  el  auricular.  Hacía  mucho  tiempo  que  no  disfrutaba  de  un  flirteo  telefónico.  Lo  cierto  era  que  no  había  deseado  flirtear  hasta  que Pedro había entrado en su vida. Estaban cambiando muchas cosas y se preguntó dónde acabaría todo. No tenía ni idea, pero tampoco quería pensarlo. Tarareando  para  sí,  volvió  al  ordenador.  Intentó  concentrarse,  pero  la  sonrisa traviesa de Pedro invadía su mente cada dos por tres.

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