Empezó como siempre, sintiendo la vibración en todo el cuerpo. Después llegó el horrible momento en que giraba la cabeza y veía la enorme masa de nieve descendiendo por la montaña, hacia ella. No podía moverse, por más que lo intentaba. Tenía el corazón desbocado y, cuando creía que iba a explotar, cambiaba la escena y estaba junto a los árboles. Contemplando a Sofía tomar el camino equivocado, intentando escapar de la destrucción. Intentaba gritarle que se diera prisa. «¡Corre!». Pero el horrible estruendo apagaba su voz. Veía cómo su amiga era alzada por los aires y zarandeada como una muñeca de trapo, hasta que desaparecía de la vista. Luego se hacía el silencio y donde había estado Sofía sólo se veían montones de nieve y arenisca. El horror la atenazaba al comprender que su amiga había desaparecido y gritaba: «¡No, no!».
—¡No!
Paula intentaba avanzar por encima de la nieve, pero no podía, y agitaba brazos y piernas. Una voz penetró lentamente en su sueño.
—Despierta, Pau, despierta. No luches conmigo. Calla. Calla.
Lentamente, la nieve que la había retenido se transformaba en unos fuertes brazos masculinos y la voz se volvía familiar. Temblorosa, dejó de debatirse y abrió los ojos.
—¿Pedro?
Él asintió y la abrazó con más fuerza, acariciando su espalda para tranquilizarla.
—Estoy aquí. Contigo.
Paula comprendió que estaba sentada en la cama, con Pedro al lado, confortándola.
—¿Qué ha ocurrido? —su voz sonó cascada, le dolía la garganta.
—Te has despertado gritando —el corazón de Pedro empezó a volver a la normalidad—. Intenté sujetarte y empezaste a forcejear. Debes de haber tenido un mal sueño.
Un mal sueño. Paula cerró los ojos, consciente de lo ocurrido. Había vuelto a sufrir la pesadilla. Solía tenerla cerca de la fecha del aniversario de la muerte de Sofía, pero para eso faltaban meses.
—¿Te he hecho daño? ¿Mientras forcejeaba? —preguntó con remordimiento, estudiando su rostro en busca de alguna señal.
—No —los labios de él se curvaron con una sonrisa—. Conseguí placarte. Temía que te hicieses daño.
—Estoy bien —Paula suspiró y se apoyó en él. En realidad, seguía temblando. La pesadilla seguía con ella horas después de tenerla—. Siento haberte despertado.
—Me preocupas más tú que perder sueño —Pedro besó su sien—. ¿Sobre qué era el sueño?
—No lo recuerdo. Está todo borroso y mezclado —mintió de nuevo.
Nunca había hablado de las pesadillas. Eran demasiado crudas. Privadas.
—Últimamente tienes muchos malos sueños. ¿Te preocupa algo?
—No, debe ser algo aleatorio —la pregunta hizo que se le encogiera el estómago—. Tengo que ir al baño —le dijo, escapando de sus brazos y de la cama—. No tardaré.
Una vez en el baño, encendió la luz y se miró al espejo. Tenía sombras bajo los ojos y sabía por qué. Esa noche habían ocurrido dos cosas. Había comprendido que estaba enamorada de Pedro y él le había confesado su amor. Debería sentirse feliz, sin embargo la pesadilla había vuelto. Gruñendo para sí, dejo correr el agua fría y se inclinó para mojarse la cara. El frío le resultó agradable en la piel. Pero no pudo borrar la verdad: las noches inquietas y los malos sueños eran cada vez más frecuentes. Era como si el ser más feliz empeorase los sueños. Hasta esa noche, en que la pesadilla había vuelto completa, haciéndole revivir toda la escena. Tras haber sido ignorada durante semanas, su conciencia alzaba la cabeza por detrás de la barricada. No iba a seguir ocupando un segundo plano. En cuanto había comprendido que estaba enamorada, se había erguido para intentar decirle algo. No sabía qué. Tal vez que estaba dando demasiado por hecho, que se había esperanzado en exceso. Se preguntó qué sería. Su reflejo le dio la respuesta: «Tú ya lo sabes».
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