Las semanas siguientes fueron mágicas para Paula, que no se permitía cuestionarse lo que hacía, simplemente vivía el momento. Cuando su conciencia intentaba alzar la cabeza, la aplastaba, haciendo oídos sordos. Pero, a pesar de que disfrutaba con la relación, no podía evitar la sensación de que vivía en un castillo de naipes que pronto se desmoronaría a su alrededor. Había supuesto que Pedro querría cenar fuera todas las noches y ser visto en los lugares más elegantes, pero se equivocó de plano. A veces cenaban fuera, pero lo habitual era que cenaran en casa, en la suya o en la de él, disfrutando a solas. Los fines de semanas salían al campo, a encantadores hoteles rurales desde donde emprendían largos y deliciosos paseos. A veces tenía la sensación de estar soñando, porque lo pasaba demasiado bien. Sin embargo, con Pedro era imposible evitarlo. Con él se relajaba. Era fantástico poder ser ella misma. Sin embargo, a veces, cuando se miraba al espejo, sentía asco de sí misma. Esas noches dormía fatal y se despertaba sabiendo que había tenido pesadillas. Le costaba un gran esfuerzo simular que no había ocurrido nada. Jonas nunca hacía preguntas, pero era obvio que lo sabía. Esperaba que ella diera el primer paso, pero no lo hacía. Con el tiempo quedaba olvidado, hasta la siguiente vez. Lo que preocupaba a Aimi era que los malos sueños aumentaban en frecuencia. En ese momento, con la cabeza apoyada en el hombro de Jonas, no pensaba en eso. Hacía calor, pero las elevadas temperaturas de semanas antes habían llegado a su fin, tras una serie de espectaculares tormentas de verano. Estaban en la cama de Jonas y, por la ventana, veía a los pájaros volar de árbol en árbol. Oyó un suspiro y volvió la cabeza. Sus ojos verdes se encontraron con unos azules y somnolientos.
—Buenos días —adoraba verlo adormilado.
—¿Qué hora es? —preguntó Pedro, pasándose una mano por el pelo.
—Las nueve y media —contestó ella.
—¿Tan tarde? ¿Por qué no me has despertado?
Ella movió la cabeza.
—Me gusta verte dormir —confesó.
—¿Ah, sí? ¿Y ocurre a menudo? —preguntó él, moviéndose para poder acariciar su cadera.
—De vez en cuando —admitió ella, estremeciéndose bajo su mano.
—Pues la próxima vez, despiértame. Así los dos disfrutaremos del momento —sugirió él.
Después, capturó sus labios con un beso largo y sensual. Una cosa llevó a otra y pasó un buen rato antes de que pudieran volver a pensar de forma racional. Compartieron el cuarto de baño, Puala se duchó mientras Jonas se afeitaba. Ella estaba aclarándose cuando le pareció oírle decir algo. Cerró el grifo y abrió la mampara un poco. —
¿Has dicho algo?
—Luciana me llamó ayer para invitarnos a cenar —contestó él, mirándola en el espejo—. Iba a decírtelo anoche, pero me distrajiste —añadió, con una sonrisita traviesa.
—¿Has dicho «invitarnos»? —repitió ella, envolviéndose en una toalla.
—¿Te parece mal? —Pedro enarcó las cejas al oír el tono de su voz—. Por lo visto te llamó a casa y, al no encontrarte, llamó a Fede. Él le dijo que hablara conmigo.
—Oh, no —a Paula se le encogió el corazón—. ¿Por qué tuvo que decirle eso?
—¿Por qué no iba a hacerlo? —Pedro bajó la mano con la que se afeitaba y la miró.
—Porque Luciana no es tonta. ¡Supondrá que tú y yo nos vemos! —exclamó Paula con frustración, sin captar la extraña mirada de Pedro.
Ella había pretendido ocultar su aventura al resto de la familia. Si se hacía pública adquiriría un toque de realidad que no podría ignorar.
—¿Te avergüenza estar conmigo, Paula? —preguntó él con voz fría.
Ella comprendió cómo debía sentirse por su comentario.
—¡No! ¡No es eso! —clamó, acercándose y tocando su brazo. No sabía cómo explicarle que había iniciado esa relación arriesgando algo muy personal. Había roto su promesa a Sofía para estar con él—. Sólo quería que fuera nuestro secreto.
—Pues Fede lo sabe, y eso no te ha sorprendido —la miró dubitativo—, así que supongo que se lo has dicho.
—No se lo dije, lo adivinó —suspiró ella—. Me advirtió que no me involucrara contigo desde el primer día y lo descubrió cuando me enviaste la rosa e intenté darle largas —explicó Paula.
—Pues has acertado respecto a Luciana—Pedro dejó de afeitarse y la rodeó con los brazos—; deber tener claro lo que hay. Así que tienes dos opciones: o te quedas en casa reconcomiéndote o te enfrentas a ella. ¿Cuál vas a elegir?
Si Luciana sabía la verdad, ocultar la aventura ya no tenía ningún sentido. El daño estaba hecho.
—¿A qué hora? ¿Tengo que ir elegante? —fue su respuesta.
La sonrisa traviesa de Jonas reapareció por arte de magia.
—El sábado, a las ocho y media. No conozco el local pero, tal y como es Luciana, será caro y con pista de baile. Un vestido elegante es de rigor.
Paula le sonrió, se puso de puntillas y le besó la nariz.
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