Pero se dió cuenta de que no era posible cuando, al entrar a la cocina y verlo, se le formó un nudo. Estaba de espaldas a ella, descorchando una botella de vino. Ponía el listón de la masculinidad muy alto, con la camisa blanca con las mangas enrolladas bajo los codos, la ancha espalda estrechándose hacia la esbelta cintura, las delgadas caderas y las largas piernas, formando todo ello una imagen que agitaba el susceptible corazón de Paula. Debería darse la vuelta y volver a su habitación, pero no lo hizo por dos razones: la primera que no era una cobarde y, la segunda, que aún necesitaba a Pedro para el asunto del turismo.
—Aquí está el señor mirón —dijo.
Pedro miró por encima de su hombro y sonrió.
—No es para tanto, Paula. No ví nada. Además, siempre llevas camisas y vaqueros, ¿Cuándo vas a exhibir esos preciosos hombros? ¿Y una bonita pintura rosa de uñas en los dedos de los pies?
—Como me descuide, lo siguiente será decirme que mis dientes son como estrellas cuando brillan por la noche, que mis ojos son...
—¿Por qué no, si es cierto? ¿Por qué te cuesta tanto creer que eres una mujer guapa? —preguntó Pedro mientras buscaba unas copas.
—Están en el armario del comedor —dijo ella.
Paula fue al comedor y volvió a la cocina con dos copas de pie alto. Se quedó al otro lado de la barra. Pedro sirvió el vino y la miró.
—No has contestado a mi pregunta. ¿Por qué te cuesta creer que eres guapa?
—Mi hermana puso el listón muy alto; es muy difícil intentar competir con la perfección. Y cuando mi compromiso se rompió, decidí que ya era hora de volver a la realidad y dejar de intentarlo —dijo ella encogiéndose de hombros—. Soy como soy, y tengo que aceptarlo.
Pedro le ofreció una de las copas.
—Tú no eres una persona que se dé por vencida —le dijo.
—No creo que eso sea darse por vencido. De todos modos, ¿Qué sabes tú?
—Lo sé. La niña que yo recuerdo de aquella noche no se dió por vencida con un idiota que arremetió contra ella e intentó empujarla y apartarla de su lado.
—Por lo que recuerdo, fui yo quien te empujó a tí —contestó ella sorbiendo el vino.
—A eso me refiero —dijo él sonriendo—. Tú no te andas con tonterías.
—Pedro, no quiero hablar sobre mí.
—Yo sí.
Paula lo miró mientras bebía de su copa. Era tan guapo y masculino que el corazón le latía dolorosamente en el pecho.
—¿De qué quieres hablar? —preguntó ella deseando no tener que arrepentirse de haber pronunciado aquellas palabras.
—Aquella noche dijiste que me amabas.
Paula se llevó la copa a los labios presa del desconcierto. El vino se le fue por otro lado y se atragantó. Enseguida Pedro se acercó a su lado y le dió unas palmadas en la espalda.
—¿Estás bien? —le preguntó sujetándola por los hombros.
—Sí —dijo ella con los ojos llorosos—. Escucha Pedro, lo único que quiero es olvidar aquella noche.
—Yo también, pero no puedo. Quería que hablásemos sobre ello y después olvidarlo para siempre. ¿Lo dijiste en serio?
—Claro que sí, tenía catorce años —dijo ella suspirando—. Pero tenías razón.
—¿Sobre qué?
—Era una niña delgaducha —contestó.
—Tú también tenías razón —dijo él.
—¿Respecto a qué?
—Me dijiste que ya me enseñarías...
—Estaba furiosa. No lo decía en serio.
Pedro puso la mano bajo su barbilla y le levantó la cabeza.
—Eres muy guapa. Estoy seguro de que atraes todas las miradas cuando vas por la calle.
—Estás exagerando. Yo no...
—Eres toda una mujer ahora, Paula. Ya no eres una niña delgaducha —dijo él moviendo la cabeza con admiración.
Todas las advertencias que se había hecho a sí misma se esfumaron; Pedro era tan encantador, tan seductor, tan... Su corazón se aceleró cuando él tomó su cara con la mano. La intensa expresión de sus ojos azules de chico malo despertó el deseo en ella. Cuando Pedro pasó el brazo alrededor de su cintura y la sujetó contra él, Paula tembló como si fuese gelatina. Y aún no la había besado. Sus piernas desnudas rozaron las de él , creando una fricción que se extendió como el fuego por todo su cuerpo. Entonces, él agachó la cabeza y sus labios se encontraron. El suave contacto la dejó sin aliento mientras él exploraba su boca. Después Pedro la besó en los ojos, en la nariz, en la mejilla, y le mordisqueó el cuello de forma seductora deteniéndose detrás de la oreja. Un cosquilleo se apoderó de todo su cuerpo. Pedro anulaba su capacidad para resistirse, pero tenía que encontrar fuerzas para apartarse; no quería volver a sufrir.
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