—¿De verdad te gustan?
—Se mueven con el viento, ¿No? —murmuró Pedro, mirando el dibujo—. Es como cuando estoy en la pista de hockey... casi puedes oír el viento.
Ella se puso colorada.
—Las otras chicas piensan que soy rara. Sabrina Hatchet no me ha invitado a su fiesta de cumpleaños.
—¿Por eso estabas llorando?
—Sí... pero yo no puedo dejar de ser yo.
Por impulso, Pedro le puso los auriculares.
—Escucha esto.
—¿Qué es? Nunca había oído música así.
—Es música clásica, el adagio de Albinoni. Se supone que los chicos de mi edad no escuchan este tipo de música. Yo siempre me meto en peleas porque odio el rap y el rock and roll y soy el primero de la clase sin tener que estudiar. Menos mal que soy bueno jugando al hockey, me ahorra muchos líos.
—Entonces, tú también eres un poco raro —dijo la chica.
—Sí, pero no pasa nada.
—Las chicas no se pelean, simplemente no te dirigen la palabra.
—¿Qué tal si tú y yo nos vemos de vez en cuando? Podríamos ir a buscar moras. Yo escucharé música clásica mientras tú pintas tus cosas y nadie nos molestará.
Ella sonrió, encantada.
—Me llamo Paula Chaves y vivo en la casa amarilla cerca del acantilado.
—Pedro Alfonso. Vivo en la calle Mayor —dijo él—. Iré a buscarte dentro de un par de días. Puede que mi padre vaya a Ghost Island este fin de semana... allí están las moras más jugosas.
Ése había sido el principio, pensó Pedro. Un encuentro fortuito y luego una tarde recogiendo moras. Durante años, lo suyo con Paula fue una buena amistad. Se escribieron mientras él estaba en la universidad y luego, cuando volvió para el funeral de su padre, en lugar de la niña a la que recordaba encontró a una mujer bellísima. Una extraña que no era una extraña, más seductora por eso... y fue entonces cuando se enamoró. Sacudió la cabeza. Hora de entrar en casa, hora de enfrentarse con la familia, pensó. Seguía loco por la música clásica, aunque había hecho falta un heterodoxo profesor de matemáticas para aliar eso con su genio para los números. ¿Qué clase de música le gustaría a Benja? Llamó al timbre.
—Dos botellas de vino, un pastel de moras y... un ramo de rosas silvestres —dijo, cuando Paula abrió la puerta.
Eran rosas del acantilado, rosas salvajes.
—Ah.
—En Cranberry Cove no hay ninguna floristería, ya sabes. Era un regalo muy sencillo. No tenía por qué sentirse como si le hubiera dado el sol y la luna.
Pero ella lo miraba de una forma...
—¿De dónde has sacado el pastel? —preguntó Paula, cuando pudo encontrar su voz.
—Tengo mis contactos.
—Ojala no me hicieras reír. Ojala no me gustases... porque te odio —dijo ella entonces, con la sinceridad que siempre la había caracterizado.
Pedro sonrió.
—Cuidado cuando pongas las rosas en agua. Tienen espinas.
—¿Se supone que es una metáfora?
—¿De qué?
—De la vida en general —suspiró Paula—. ¿Por qué no las pones tú en agua? Hay un jarrón debajo del fregadero.
—Se supone que deberías darme las gracias —dijo Pedro, acercándose.
—A ninguno de los dos se le da bien hacer lo que hacen los demás —replicó ella, amenazándolo con una cuchara de madera.
Pedro apartó la cuchara y la tomó por la cintura.
—Hueles muy bien. Si no tuvieras tres hermanos y un hijo, ¿Sabes dónde estaríamos?
—¿En este pueblo? Lo dirás de broma... Margarita se enteraría antes de que hiciéramos nada.
—A pesar de las fotos de esa revista, no he salido con muchas mujeres —dijo él entonces—. Y en trece años nunca he conocido a nadie como tú. Nunca. Sólo tengo que mirarte y...
Entonces oyeron un portazo y Paula se apartó, nerviosa.
—Pon las rosas en el jarrón.
Cuando Benja entró en la cocina, Pedro estaba abriendo el grifo.
—Hola, Benja.
—¿Qué hace él aquí? —preguntó el chico.
—Le he invitado a cenar. Tienes veinte minutos para ducharte...
—¡Pero es mi padre!
—Sí, lo es —contestó Paula—. Sé que esto es difícil para tí, hijo. Para los dos. Pero Pedro está aquí y quiere conocerte.
—Cenaré en mi habitación. Tengo que hacer los deberes.
—Van a venir tus tíos y vamos a cenar en el comedor. Ve a ducharte —insistió ella.
Benjamín medía lo mismo que su madre, pero fue él quien bajó la mirada y salió de la cocina con la cabeza baja.
—Deberías haberle dicho que me he invitado a cenar yo mismo —murmuró Pedro.
—Estoy intentando hacer lo que me parece mejor para mi hijo. Pero con él discutiendo y tú tonteando... no sé cómo voy a hacer nada.
Enfadada, apasionada y obstinada, como siempre. ¿Cómo no iba a sentirse atraído por ella, como el río por el mar?
Muy buenos capítulos! Me parece que va a ser más difícil que afloje el hijo que la madre!
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