jueves, 8 de diciembre de 2016

Tiempo Después: Capítulo 5

Pedro se percató de que, sin pensar, caminaba hacia el instituto en el que había sido capitán del equipo de hockey y héroe local. Todo aquello parecía haber ocurrido tanto tiempo atrás... el golpe de los patines en el hielo, el borrón del disco deslizándose hasta la portería. Mientras entraba en la red, los gritos de los fans y, por supuesto, sus admiradoras. ¿Qué significaba todo eso ahora? Llevaba años sin jugar al hockey, había estado demasiado ocupado amasando su fortuna y haciéndose con una selecta clientela internacional. Algunos chicos jugaban al baloncesto en el patio. Solía entrenar allí hasta que llegaba la temporada de hockey, en otoño. Distraído, se quedó mirando a los chavales.

Uno de ellos llamaba especialmente su atención por su velocidad y habilidad tirando al aro. Era un chico muy alto y delgado al que todos los demás intentaban quitar la pelota. Pero, como era un partido amistoso, el chaval lanzaba el balón a sus compañeros para darles la oportunidad de encestar. Un chico simpático, Pensó pedro, observando su pelo oscuro y sonrisa radiante. Sería un buen jugador de hockey. Aunque parecía muy joven para estar ya en el instituto. ¿Qué sería de él? ¿Se quedaría en el pueblo y seguiría los pasos de su padre, trabajando como pescador de langosta en las peligrosas aguas de Terranova, o buscaría otros horizontes? Curioso, pensó. Él no solía involucrarse en la vida de los demás y, sin embargo, estaba pensando en el futuro de un chico al que no conocía. Entonces el chaval le quitó la pelota a uno de sus compañeros, corrió en zigzag hacia el aro y saltó en el aire. Cuando la pelota entró en el aro,  tuvo que contener el deseo de aplaudir. Sonriendo con cierta tristeza, se dirigió a su coche. Había tomado una decisión muchos años atrás y ya no había forma de cambiarla. No debería haber vuelto al pueblo. Aunque intentaba no pensar en ello, tenía un peso en el estómago. Si hubiera sabido que Paula seguía viviendo en Cranberry Cove, no se habría acercado a la tienda. Porque esa elección también estaba tomada; por ella, trece años atrás. Quería salir de allí lo antes posible. Su avión privado estaba en el aeropuerto de Deer Lake y, si el tiempo lo acompañaba, podría marcharse esa misma noche.

—Vaya, vaya, pero si es Pedro Alfonso.

Pedro levantó la mirada y, por un momento, no reconoció al hombre que había frente a él, mirándolo con una expresión menos que amistosa.

—Leandro.

La última vez que vió al hermano de Paula, Leandro era un niño de ocho años. Pero se había convertido en un joven alto de rizado pelo castaño y ojos grises.

—Había oído que estabas por aquí. Chico del pueblo hace fortuna y vuelve a sus raíces... has visto demasiada televisión.

—Veo que te alegras tanto de verme como Paula.

—¿Has visto a mi hermana? —preguntó Leandro, airado.

—Sí, en su tienda. ¿Por qué?

—Has ido a verla nada más llegar, ¿No?

—Cranberry Cove no es tan grande como para poder evitar a nadie —replicó Pedro.

—No eres bienvenido aquí, Pedro Alfonso. Supongo que ella te ha dicho lo mismo.

—Con más sutileza, pero sí.

Leandro lo miró, sarcástico.

—Todos agradecimos mucho la carta de condolencia que enviaste cuando murieron mis padres.

—No sabía que hubieran muerto hasta que me encontré esta mañana con Abel.

—Ya, claro. Estabas deseando quitarte el polvo de Cranberry Cove y no miraste atrás, ¿No?

—Tenía otras cosas en la cabeza.

—Ganar dinero, ya lo sé. Este ya no es tu sitio, Alfonso.¿Por qué no vuelves a la ciudad y te olvidas de los pueblerinos?

Pedro dejó escapar un suspiro.

—Hablas como si hubiera cometido algún crimen. Me fui a la universidad a los diecisiete años, volví a Cranberry Cove a los veintidós, cuando mi padre se ahogó, y volví a marcharme cuando mi madre se fue a Australia. No veo que haya nada malo en ello.

—Eras amigo de Paula. O eso es lo que ella pensaba. Parece que se equivocó.

—No especules sobre cosas de las que no sabes nada.

—Vete de aquí, Alfonso.

Pedro se dió cuenta de que quería pelea, pero no pensaba darle el gusto.

—Iba a buscar mi coche, así que déjame en paz.

Entonces vió alivio en el rostro de Leandro. Y no era por haber evitado una pelea, estaba seguro. Leandro Chaves, incluso de niño, siempre había sido de los que usan los puños y piensan después. Entonces, ¿qué demonios estaba pasando?

—Será mejor que lo hagas. A menos que quieras encontrarte con un problema.

Habría sido muy fácil responder en el mismo tono, pero Pedro había aprendido a elegir sus peleas, sobre todo en las salas de juntas, y no tenía intención.

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