sábado, 10 de diciembre de 2016

Tiempo Después: Capítulo 10

¿Seguía siendo por la mañana?, se preguntó Pedro. Una mañana que no parecía terminar nunca. Le había perseguido un alce, se había reído hasta que le dolieron los costados y había besado a una mujer maravillosa hasta que todo su cuerpo era una explosión de deseo... Y esa mujer era la madre de su hijo.

 —Estoy buscando a Paula—dijo con voz ronca.

 —Ha ido a casa a comer... pero volverá sobre las dos.

—Sé dónde vive. Gracias.

Tardó cinco minutos en llegar a la casa pintada de amarillo al borde del acantilado, pero cuando llamó al timbre no contestó nadie. La puerta estaba abierta. El perchero del pasillo lleno de abrigos, zapatos y botas. Botas de mujer y botas de hombre. En una esquina, un stick roto y una camiseta de hockey. Si necesitaba alguna prueba, allí estaba.

—¿Paula?

Silencio. Pedro entró en la cocina. Había platos en el fregadero, pero ni rastro de ella. Pegada con un imán a la puerta de la nevera vió la fotografía de un chico. Su mismo pelo oscuro, sus ojos azules... Abruptamente,  se dejó caer sobre una silla. Su hijo era un chico guapo, con un brillo de humor en los ojos y una expresión  sensible  que despertaba en él un deseo protector. Él sabía tan bien como cualquiera que la vida puede aplastar los sentimientos de un hombre y no quería que eso le pasara a su hijo. Y seguía sin saber su nombre. Podría haber subido a su cuarto y hacer algo tan sencillo como abrir alguno de sus cuadernos. Pero eso podía esperar. Primero tenía que hablar con Paula. Ella le diría el nombre de su hijo. Quisiera o no.

El camino del acantilado, pensó. Paula iba allí de niña cuando estaba preocupada o deprimida por algo. Y durante los últimos días, él había sido una preocupación. Seguro. Salió de la casa. En el jardín había unas sábanas blancas colgadas de una cuerda. Movidas por el viento parecían las velas de un barco... Inmediatamente, se sintió catapultado en el tiempo, hasta que tenía otra vez veintidós años. Había ido a casa de Paula para ver si quería ir con él a Comer Brook a ver una película... Paula estaba tendiendo la ropa, su cuerpo como un junco con aquel vestido azul de algodón. No lo había visto. Pedro estaba mirándola, en silencio. Estaba enamorado de ella, pensó. Amaba a Paula Chaves con todo su corazón. Entonces ella se volvió. Pedro se acercó para ayudarla a doblar las sábanas y luego, tomando su cara entre las manos, le dijo: «Te quiero, Paula». En sus ojos verdes la incredulidad se mezclaba con una explosión de alegría. Paula tiró la bolsa de las pinzas y le echó los brazos al cuello.

—Yo también te quiero... te he querido desde siempre. Oh, Pepe, soy tan feliz...

Pero no lo decía de corazón. Al menos, no era el amor profundo que había abrumado a Pedro aquel soleado día de primavera.

La hierba se movía con el viento. En Ghost Island, un barco de pesca se balanceaba entre las olas. Por un momento Pedro se quedó inmóvil. ¿Su propiedad en Los Hampton podría compararse con aquello? Sin embargo, la belleza de la ensenada no fue suficiente para retenerlo en Cranberry Cove. Su padre se había ahogado en Ghost Island durante una tormenta. Su madre, con el corazón roto, pronto se marchó del pueblo para reunirse con sus familiares en Australia. Allí conoció a Enrique Sarton, con el que se casó años después. A Pedro le caía bien su padrastro y sabía que su madre había vuelto a ser felíz. Pero jamás volvió al lugar donde su primer marido perdió la vida.

Pedro apretó el paso. Los árboles se doblaban por el viento, sus ramas entrelazadas. Oía el canto de los grillos y el zumbido de una avispa buscando el néctar de las últimas rosas. Entonces vió a Paula. Estaba cerca del borde del acantilado, apoyada en unas rocas, el pelo rojo al viento. Se detuvo, sintiendo que la rabia se convertía en un torbellino en su interior. No sabía qué iba a decirle o cómo respondería ella. Pero sabía una cosa: había llegado la hora de exigir la verdad. Decidido, empezó a caminar de nuevo, acortando la distancia entre ellos.

Paula volvió la cabeza y vió a Pedro dirigiéndose hacia ella. Una figura tan familiar como extraña. Caminaba con la gracia del lince que había visto seis años antes en las montañas de Long Range. Y era igual de peligroso. Si no lo hubiera besado por la mañana con una pasión que llevaba años escondida... qué tonta había sido. Su corazón dió un vuelco al ver su expresión. Parecía furioso. Lo sabía, pensó entonces. Conocía la existencia de Benjamín. Pero daba igual. Lo importante era cómo manejaría ella la situación. Respirando profundamente, se irguió para la pelea.

Pedro  observó el gesto. Pero daba igual. Nada en el mundo lo detendría. Llevaba el mismo vestido que el día anterior, la brisa apretando la falda contra sus muslos...

—He estado en la pista de patinaje. Por los viejos tiempos.

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