Dos horas después, Pedro estacionaba el coche frente a la pista de patinaje de Cranberry Cove. Su «campaña» podía empezar en cualquier parte. Quizá visitar el sitio en el que tantos éxitos había tenido de adolescente lo ayudaría a trazar un plan. Porque además de entrar en la tienda de Paula para comprar la vidriera de la ballena, no se le ocurría ningún otro.
Era sábado. Seguramente los chicos estarían entrenando. El olor a cuero, a sudor y a húmedos suelos de madera le devolvió a los dieciséis años, cuando era un adolescente demasiado alto que no sabía qué hacer con las piernas y los brazos. Había dos equipos entrenando sobre la pista de hielo los entrenadores gritando las órdenes, tocando el silbato. Eso también lo llenó de nostalgia. Los sticks golpeaban el hielo, las cuchillas de acero de los patines rayaban la superficie de la pista.. La liga infantil. Chicos de once y doce años. Entonces se fijó en un chico alto, el mismo al que había visto jugando al baloncesto. Idénticas reacciones, idéntica velocidad. Aquel chaval sabía patinar. Muy bien, además. Sentado en las gradas. observó el partido. Debería haberse apuntado a una liga de aficionados, pensó. Siempre le había encantado el hockey y, en aquel momento, sentía el deseo de ponerse unos patines y unirse a las figuras que se movían por la pista. Entonces sonó el silbato del entrenador y los jugadores cambiaron de zona en la pista, un equipo con jersey azul, el otro blanco. El chico en el que estaba interesado jugaba de delantero y pasaba entre sus compañeros a la velocidad del rayo, golpeando el disco con una increíble seguridad. Una cosa estaba clara: le encantaba jugar. Tanto como le había gustado a él a su edad. Cuando el entrenador tocó de nuevo el silbato para indicar un descanso y el chico se acercó a las gradas, pudo ver su nombre en la espalda del jersey: Chaves. ¿Se llamaba Chaves?
Pedro arrugó el ceño. Era demasiado mayor para ser hijo de Diego. Pero no había otros Chaves en Cranberry Cove. El padre de Paula era el único con ese apellido y sus únicos parientes vivían al otro lado de Terranova, en St. John. Entonces el chico se quitó el casco. Tenía el pelo oscuro y los ojos azules. Todos los Chaves tenían el pelo rojo y los ojos verdes como Paula o grises como Leandro... Sintió que algo se helaba en su interior. Como si nunca hubiera ganado una medalla en matemáticas, su mente analítica intentaba hacer la suma. Él se habíamarchado de Cranberry Cove trece años antes, después de hacer el amor con Paula. El chico debía tener unos doce años... No, pensó. No. Aquel chico no podía ser su hijo. No podía ser. La otra rama de los Chaves debía haberse mudado a Cranberry Cove. Eso era. El chico debía ser primo de Paula. Pero si fuera así, Abel se lo habría contado. Abel, recordó Pedro entonces, había dicho que los hombres que se alejaban de su casa durante mucho tiempo podían encontrar una sorpresa a su regreso. ¿Qué más había dicho? «Hay cosas que una mujer no puede dejar atrás». ¿Se habría quedado Paula en Cranberry Cove porque estaba embarazada? ¿Por eso se asustó tanto al verlo? Si él era el padre de su hijo era lógico que se hubiera asustado. Era lógico que quisiera perderlo de vista... Porque no quería que descubriera su secreto.
Se inclinó hacia delante, respirando profundamente. «Cálmate», se dijo a sí mismo. El chico era un buen jugador de hockey y tenía el pelo oscuro y los ojos azules. Muchos chicos tenían el pelo oscuro y los ojos azules. Estaba imaginando cosas. Pero si aquel chico era su hijo, eso explicaría la hostilidad de Leandro. Incluso explicaría el celibato de Paula. ¿Cómo iba a encontrar novio en un pueblo en el que todo el mundo conocía su secreto? Todo tenía sentido. Él, Pedro Alfonso, era el padre de aquel chico. Pero Paula no le había dicho nada. Y habría sido muy fácil ponerse en contacto con él. La dirección de su empresa estaba en Internet. Y en las revistas, en los periódicos... La conclusión era clara: no había querido que lo supiera.
El corazón le latía como si él mismo estuviera jugando un partido de hockey. Entonces, cuando volvió la cabeza hacia el banquillo, un par de ojos azules se clavaron en un par de ojos azules. La sonrisa del crío se enfrió. Parecía un cervatillo frente a los faros de un coche. El entrenador le tocó el hombro y él volvió a colocarse el casco. Pero Pedro vió que le temblaban las manos. Se levantó, mareado, confuso. Necesitaba salir de allí, llevar aire a sus pulmones. Ni siquiera sabía el nombre de aquel chico. El nombre de su hijo. Su hijo. Abrumado, subió a su coche y fue directamente a la tienda de artesanía. Cuando empujó la puerta, la campanita sonó como el primer día.
—Buenos días —lo saludó la chica que estaba tras el mostrador.
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