Pedro estacionó frente a la tienda de artesanía. Las luces estaban encendidas, la vidriera de la ballena más impresionante iluminada por detrás. Iba a comprarla, pensó, mientras abría la puerta. Y si Paula tenía algún problema, peor para ella. Afortunadamente, no había clientes. Cuando lo vió, no se desmayó como la primera vez. Al menos, era un progreso.
—Podrías haberme avisado de que venías.
—Acabo de llevar a Benja al entrenamiento.
—¿Qué?
—Lo ví caminando por la acera, así que me detuve y lo llevé en el coche.
Paula se puso en jarras.
—Tenías que haber esperado antes de hablar con él.
—Pues no lo he hecho. Además, ya da igual. Desde que vió mi foto en el instituto, sospechaba que yo era su padre.
Paula se puso pálida.
—¿Eso te ha dicho?
—El chico no es tonto. Se dió cuenta de que teníamos el mismo color de pelo, los mismos ojos... y sabe hacer cuentas.
—¡Pero a mí no me ha dicho nada!
—Por lo visto, vió unas fotografías mías en una revista y me investigó en Internet. Pero te alegrará saber que no parecía encantado de conocerme.
—Entonces, ¿Él sabía que eras su padre? —preguntó Paula, atónita—. No puedo creer que no me haya preguntado. ¿No confía en mí?
Pedro tocó suavemente su brazo.
—Sólo tiene doce años.
—¿Está furioso contigo?
—Yo creo que sí. ¿Por qué no iba a estarlo? —murmuró Pedro, paseando por la tienda como un león enjaulado—. Una de las razones por las que está enfadado conmigo es porque tuviste que criarlo sola, sin ayuda, sin dinero... Mientras yo, según Benja, me dedicaba a amasar millones y a vivir como un rey.
—¿Y no es eso lo que has hecho?
—Por favor... deberías conocerme mejor.
La campanita de la puerta sonó en ese momento, anunciando la entrada de tres clientes. La primera, descubrió Pedro, horrorizado, era Margarita Stearns. Los otros dos eran extraños. Turistas, seguramente.
—¡Pero si es Pedro Alfonso! Me habían dicho que estabas en el pueblo... ¿Qué haces por aquí?
—Llevaba demasiado tiempo fuera —contestó él.
—Trece años. El otro día le decía a Paula que si venías por aquí me gustaría invitarte a un café. ¿Qué tal esta tarde? Carlos estaría encantado de verte.
Su marido, Carlos, a menos que hubieran cambiado mucho las cosas, se dedicaba a meter barquitos en botellas y apenas decía una palabra. Con el rabillo del ojo, Pedro vió que Paula esperaba su respuesta con malicioso placer.
—En otro momento, Margarita. Paula me ha invitado a cenar.
—Eso no es... —empezó a decir ella.
—Ahora mismo iba a comprar una botella de vino.
—¿Qué piensas hacer de cena, Paula? —preguntó Margarita.
—Besugo —contestó ella, fulminando a Pedro con la mirada.
—¿Cuánto tiempo vas a quedarte, Pedro Alfonso? —sonrió Margarita.
Él contó hasta diez.
—Tendremos tiempo de vernos, no te preocupes. Saluda a Carlos de mi parte.
—Lo haré, lo haré —sonrió la chismosa vecina, antes de salir de la tienda.
Paula lo miró, irritada.
—De haber sabido que íbamos a cenar juntos, habría hecho pastel de moras.
Durante tres veranos, Paula y él habían recogido moras cerca del acantilado. Entonces eran amigos, recordó; dos adolescentes que, a pesar de la diferencia de edad, disfrutaban con la compañía del otro.
—Quiero comprar la vidriera de la ballena. ¿Podrías enviarla a Long Island?
—Es muy cara.
Pedro puso su VISA platino sobre el mostrador.
—Incluye los gastos de envío en el precio, por favor.
—¿Y qué vas a hacer con ella? —Ponerla en mi casa, admirarla y pensar en tí. Bueno, voy a comprar esa botella de vino.
—Será mejor que compres más de una. Pienso invitar a mis tres hermanos a cenar — replicó Paula.
Él soltó una carcajada.
—Pero diles que dejen la escopeta en casa.
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