—Tú no podrías estar con un hombre encantador. Te aburrirías en la luna de miel.
—Para ser alguien que desapareció hace trece años, pareces saber muchas cosas sobre mí —replicó ella.
—Soy tu fan número uno —sonrió Pedro—. En las raras ocasiones en las que he perdido los nervios con una mujer, ella ha salido corriendo. Pero tú no, tú la devuelves de inmediato.
—No me asustas, Pedro Alfonso.
—Oh, Pau. No deberías decirme esas cosas.
Pedro inclinó la cabeza para buscar sus labios y sintió enseguida que su resistencia se debilitaba. Con la pasión que había aprendido a esperar de ella, Paula le echó los brazos al cuello para devolverle el beso. Se ahogaba en su belleza, en su calor, en las curvas de su cuerpo. Abrumado por un ansia desesperada, se dió cuenta de que ella estaba temblando y sintió que el suelo se abría bajo sus pies.
—Benja podría volver en cualquier momento. Pero no puedo dejar de tocarte...
—¿Sabes una cosa? Se me había olvidado Benja. ¿Qué clase de madre se olvida de su hijo?
—¿Una mujer que tiene deseos propios?
—No puedo permitirme esos deseos. Pedro, vete a casa. Al hotel, a Nueva York o a Singapur...
—No estoy en situación de salir por esa puerta.
Ella miró hacia abajo y se puso colorada.
—Mi vida era tan ordenada antes de que volvieras a Cranberry Cove. La tienda va bien, Benja era feliz... Y ahora no sé ni dónde estoy...
—¿Eso es lo que quieres que pongan en tu tumba? ¿Vivió una vida ordenada?
—Mejor eso que otras fantasías —murmuró Paula, tomando un plato.
—¿Vas a rompérmelo en la cabeza? —rió Pedro, tomándola por la cintura.
—¡Estate quieto! ¡Tengo que fregar!
Suspirando, él salió al pasillo para hacer tiempo. Quería ver su estudio. Sabía que había añadido una habitación al lado de la cocina...
—¿Quién te ha dado permiso para entrar aquí? —exclamó ella, unos segundos después.
—Estas vidrieras... son preciosas. Has conseguido muchas cosas en la vida, Shaine: has criado a tus hermanos, un hijo, una tienda... Debes haber trabajado tanto como yo.
—¿No nos hicimos amigos porque nos parecíamos?
—Nos parecíamos y éramos diferentes de los demás.
En realidad, para él había sido más fácil, mucho más fácil. Porque él era libre para hacer lo que quisiera. ¿Y si Benja no lo aceptaba nunca? Entonces no tendría más remedio que alejarse de Paula...
—He visto el horario de entrenamientos de Benja en la nevera. Mañana iré a verlo... Puedo quedarme en Cranberry Cove una semana, pero luego debo volver a Nueva York y Hong Kong. Ya veremos cómo están las cosas para entonces.
Paula le hizo entonces una pregunta crucial:
—¿Y si sigue igual? ¿Volverás, Pedro?
Él se pasó una mano por el pelo.
—Sí. Tengo que compensar doce años de su vida —suspiró—. Y ahora me voy. No voy a darte un beso de buenas noches porque los dos sabemos dónde nos llevaría eso.
De repente, Paula dejó caer los hombros.
—No deberíamos haber hecho el amor en la isla... ¿En qué estábamos pensando?
—Éramos jóvenes. No pensábamos con la cabeza. Pero no lo lamento. Tú tampoco desearías que Benja no existiera, ¿Verdad?
—¡No! —exclamó ella, horrorizada.
—Pues eso. Hasta mañana, Pau.
Pedro salió de la casa para enfrentarse con la niebla. La sirena del faro sonaba en la oscuridad, como un grito solitario. Como una advertencia, pensó. Durante el partido de hockey, intentó pasar lo más desapercibido posible. Sin embargo, Benja lo vió de inmediato. El chico no hizo ningún gesto, pero jugó como un maníaco, casi con violencia. Y gracias a él, su equipo ganó el partido.
Después de comer, decidió hacer tiempo. Le había prometido a Paula que iría a verla, pero antes fue a visitar a Carlos y Margarita, intentando evitar en lo posible las preguntas de la curiosa vecina. Si iba a ver a Paula, seguramente vería a Benja. ¿Tenía miedo de su propio hijo? La niebla había ido desapareciendo durante el día y la casa amarilla frente al acantilado tenía un aspecto invitador. Pero cuando Paula abrió la puerta, estaba pálida.
—Pensé que eras Leandro.
—¿Leandro? ¿Por qué?
—¿No lo sabes?
—¿Saber qué? ¿Qué pasa?
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