jueves, 8 de diciembre de 2016

Tiempo Después: Capítulo 7

Él también caminaba hacia atrás. Sabía que un macho de alce en celo no era ninguna broma. Como para probarlo, el animal golpeó un árbol con los cuernos y el impacto hizo que se tambaleara.

—Cuando cuente hasta tres, saldremos corriendo hacia la cerca.

—No sé si puedo correr —murmuró Paula—. Me tiemblan las piernas.

El animal dió un par de pasos hacia ellos, moviendo la cornamenta de lado a lado.

—Uno, dos, tres... ¡Ahora!

Paula salió como una bala, con Pedro pisándole los talones. Entonces oyeron las pezuñas del alce golpeando el suelo, muy cerca.

—¡Corre! ¡Tenemos que saltar!

Paula consiguió llegar al otro lado. Pedro, mirando por encima del hombro, vió que el alce estaba a cinco metros de él y, con una agilidad que no creía poseer, subió a la cerca de un salto. Pero antes de que pudiera tirarse sintió un empujón y cayó de bruces sobre la hierba. El animal se lanzó de cabeza contra la cerca, que crujía dolorosamente. Desde detrás de los árboles oyeron entonces el grito de una hembra en celo. Pedro se levantó, con el corazón golpeando sus costillas. El alce había girado la cabeza, echando humo por las fosas nasales... Tan tranquilo, como si no hubiera pasado nada, el animal se alejó al trote entre los árboles. Se apoyó en la cerca y soltó una carcajada.

—¿De qué te ríes? —gritó Paula—. Podría habernos matado.

—Me río de tu expresión cuando viste al alce detrás de tí. No tenía precio.

Paula tuvo que disimular una sonrisa.

—¿Y tú saltando la cerca como un loco?

—Ese bicho me estaba rozando la espalda... no había tiempo para ponerse digno.

Ella soltó una risita.

—¿Has pensado alguna vez en participar en los juegos Olímpicos? Ese salto valía una medalla de oro.

—Y tú habrías ganado otra en los cien metros lisos. Vaya par.

Los dos estaban muertos de risa.

—Mira que no tener un cronómetro... Hemos batido un récord del mundo y no había testigos.

—Me alegro de que no los hubiera. A ver cómo explico yo esto en un consejo de administración.

Paula dejó de reír.

—Pedro, te has roto la camisa. ¡Estás sangrando!

—No es nada, sólo un rasguño.

Pero ella estaba en cuclillas a su lado, con gesto de preocupación.

—Será mejor que vayas al médico... a lo mejor tienen que ponerte la inyección del tétano.

El día anterior, cuando entró en la tienda, Paula había actuado como si un rasguño fuera lo mínimo que le deseara en la vida. Pero ahora rozaba su piel con dedos nerviosos, unos dedos cálidos... sin poder evitarlo, Pedro la tomó por la cintura y buscó sus labios. Como estaba en cuclillas, Paula perdió el equilibrio y cayó encima de él. Pedro sintió el roce de sus pechos, esos pechos tan firmes, tan suaves, tan delicadamente erguidos... que nunca había podido olvidar. Abriendo sus labios con la lengua, la tumbó sobre la hierba. Sabía a sal y a jabón de fresa. Asombrado, se dió cuenta de que Paula lo agarraba con fuerza por los hombros, que no se apartaba. Y cuando la sintió frotarse contra él, su sangre se encendió. Empezó a tocarla por todas partes, encontrando la curva de sus caderas, buscando luego uno de sus pechos, su cumbre dura como una piedra... Ella murmuró su nombre, enredando los dedos en su pelo. Si había necesitado alguna prueba de que Paula lo deseaba tan desesperadamente como él, allí estaba. Pero, ¿necesitaba pruebas cuando estaba besando su frente, sus labios, su cuello, como una mujer que nunca había besado a un hombre? Aquello era por lo que había vuelto a Cranberry Cove. Pedro levantó su camiseta y bajó la copa del sujetador para acariciar uno de sus pezones. Temblando entre sus brazos, ella le dejaba hacer.

—Paula... Dios, Paula, nunca te he olvidado.

—Yo tampoco... —Paula se detuvo bruscamente.

Sus palabras sonaban como las de una extraña, una mujer a la que no conocía—. ¿Qué estoy haciendo? —exclamó entonces, incorporándose.

—Estabas haciendo lo que querías hacer. ¿No recuerdas cómo fue en la isla? Era como si estuviéramos hechos el uno para el otro... no puedes haber olvidado eso.

Ella se levantó, indignada. Pedro se levantó también.

—No sé con quién estoy más enfadada, contigo o conmigo misma. Sólo has tenido que mirarme a los ojos y... besándote como si tuviera dieciocho años, gimiendo y acariciándote como una loca. ¡Habría hecho el amor contigo en un parque público!

Pedro se mordió la lengua. Siempre había tenido mucho respeto por el carácter de Paula y sabía que intentar calmarla cuando estaba enfadada era una pérdida de tiempo.

—Soy igual que esa hembra en celo... Ven a buscarme, soy tuya. Maldita sea, Pedro Alfonso, ¿Por qué has tenido que volver? Yo estaba estupendamente sin tí. ¿Qué pasa si he vivido como una monja todos estos años? No hay nada malo en eso. Los hombres son unos cerdos... y en esa categoría en particular tú te llevas la medalla de oro. Además, dijiste que te ibas. ¿Por qué no te has ido? ¿Y por qué no dices nada?

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