martes, 6 de diciembre de 2016

Tiempo Después: Capítulo 2

Abel escupió con mucho tino sobre las dalias del porche.

—Le metiste un gol al equipo de St. John. Esa noche hubo una fiesta tremenda. Pedro sonrió. —Esa noche me emborraché por primera vez en mi vida. Y pagué por ello a la mañana siguiente... la peor resaca que he tenido jamás. Pero mereció la pena.

—Menudo gol —recordó el anciano—. Las gradas se volvieron locas... bueno, ¿Y qué te trae por aquí?

—Sólo quería volver a ver este sitio —contestó él, vagamente—. Cuéntame los cotilleos, Abel.

El anciano metió más tabaco en su pipa y, durante media ahora, habló sin parar, yendo de casa en casa en un colorido recital sobre quién se había casado, qué niños habían nacido, quién había muerto y de qué. La última casa del acantilado era la de los Chaves.

Pedro esperaba, con el corazón golpeando sus costillas.

—Los tres chicos están bien. Diego se dedica a pescar langosta, Leandro es carpintero y Gonzalo, que acaba de terminar los estudios, quiere hacer un curso de informática en la ciudad. ¿Sabes que sus padres murieron? Poco después de que tú te fueras, creo yo.

—¿Los padres de Paula han muerto? —exclamó Pedro, atónito.

—Su coche patinó en el hielo en la carretera de Breakheart Hill —Abel sacudió la cabeza—. A la pobre se le rompió el corazón. Se había ido a la universidad, pero volvió para cuidar de sus hermanos. ¿No sabías eso?

—No.

—Cuando un hombre está fuera de su casa tanto tiempo, siempre se lleva alguna sorpresa —dijo Abel entonces, mirándolo con una expresión indescifrable.

—¿Crees que debería haber vuelto antes? —preguntó Pedro, desconcertado.

—Yo no he dicho eso —sonrió el anciano—. ¿Vas a visitar a Paula?

—¿Visitarla? ¿Dónde?

—Sigue viviendo en la casa de sus padres. Tiene una tienda de artesanía al final de la calle. Le va bien, dicen.

—Pensé que se habría ido de aquí hace mucho tiempo —suspiró Pedro.

—Hay cosas que una mujer no puede dejar atrás —comentó Abel, con una de sus sabias miradas—. Pero tú estabas deseando marcharte de Cranberry Cove para buscar algo que no encontrabas aquí.

—Sí, es verdad.

—¿Y lo has encontrado?

—Ésa es una pregunta difícil —suspiró Pedro—. Creo que sí. Sí, claro que sí.

—¿Has ganado dinero?

«Mucho dinero», pensó Pedro. Más de lo que hubiera podido imaginar nunca.

—Me va bien.

—Pues entonces ve a comprar algo a la tienda de artesanía.

—¿La tienda de artesanía? ¿Para qué, para apoyar a los artesanos locales? —bromeó Pedro, un poco nervioso.

—Es una forma de verlo —sonrió el anciano, levantándose pesadamente—. Tengo que irme, chico. Me alegro de verte.

—Gracias, Abel. Yo también me alegro de haber charlado contigo.

Mientras él entraba cojeando en su casa, Pedro siguió calle abajo, pensativo. Paula seguía viviendo en Cranberry Cove. Había criado a tres chicos y tenía una tienda de artesanía. Y sus pies lo llevaban directamente hacia esa tienda. No sabía que sus padres hubieran muerto. Porque no había preguntado. Debería dar la vuelta y tomar el camino del aeropuerto. Algo le decía que pusiera la mayor distancia posible entre él y la tienda de Paula Chaves.

Entonces vió a Margarita Stearns entrando en su casa. En lo que se refería a cotilleos, Abel era un aficionado comparado con Margarita. Apresuró el paso y enseguida vió un bonito cartel de madera. La tienda de artesanía se llamaba La Aleta de la Ballena. A Paula siempre le habían gustado las ballenas. Cuando tres de ellas, varadas en Ghost Island, consiguieron volver a mar abierto, creyó que era un buen augurio. Pero estaba equivocada. El cartel se movía suavemente con el viento... La inteligencia de Paula era una de las muchas cosas que le gustaban de ella y estaba seguro de que habría tenido éxito en cualquier empresa que se hubiera propuesto. Se detuvo delante del escaparate. En él había una vidriera con un dibujo... una ballena. Los colores: azul, rojo, verde, naranja, amarillo. Y supo, inmediata e instintivamente, que la había hecho ella.

Conocía a gente de Los Hampton que pagaría mucho dinero por poner esa vidriera en su casa. Tampoco a él le importaría tenerla. Empujó la puerta y vió a una mujer tras el mostrador. Estaba de espaldas, intentando llegar a unas cajas en la estantería de arriba. Pero cuando oyó la campanita, se volvió.

—Enseguida lo atiendo...

Se quedó sin voz. El color desapareció de sus mejillas, las cajas cayeron al suelo. Se agarró al mostrador con una mano, tambaleándose como el cartel al viento. Sus ojos, esos ojos verdes que Pedro no había olvidado nunca, llenos de una emoción que sólo podría llamar terror. Cuando vió que empezaba a marearse,  se acercó de dos zancadas y la tomó por la cintura.

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