Pedro Alfonso paró a un lado de la carretera y bajó del coche. Con los mocasines de piel crujiendo sobre la tierra, subió hasta la cima de la colina, donde la brisa del mar movía su espeso pelo oscuro. El océano se extendía hasta donde le daba la vista, el encaje blanco de las olas golpeando las rocas y la isla en la boca de la ensenada. La isla en la que, mucho tiempo atrás, hizo el amor con Paula Chaves.
Casi contra su voluntad, su mirada pasó del turquesa oscuro del mar al pueblecito de Terranova rodeado de abetos y abedules. Llevaba trece años fuera de allí y, sin embargo, recordaba el nombre de los propietarios de cada una de las casitas pintadas de blanco, con sus verjas de madera y sus chimeneas. Pero fue la casa más cercana al camino del acantilado la que llamó su atención; la casa donde había vivido Paula Chaves. Paula, sus padres y sus tres hermanos, Diego, Leandro y Gonzalo. Pelirrojos todos aunque ninguno como ella, que tenía el pelo como las llamas de la madera de deriva que se quemaba en la playa, de un color tan vívido que brillaba como el oro... Pedro se metió las manos en los bolsillos, mascullando una maldición mientras hacía un esfuerzo para apartar la mirada. La casa en la que él había crecido estaba más cerca de la carretera; su madre la vendió cuando se marchó a vivir a Australia, donde había vuelto a casarse. Lo había llamado, recordaba, para saber si él quería conservarla:
—Lo dirás de broma. No creo que vuelva nunca más por allí... en ese pueblo no se me ha perdido nada. ¿Por qué iba a volver a Cranberry Cove?
No se le había perdido nada, desde luego. Entonces, ¿Qué hacía allí? ¿Por qué aquel soleado día de septiembre estaba en la carretera de Cranberry Cove, cuando podría estar en cualquier otro lugar del mundo? Haciendo surf en la playa de su lujosa mansión de Los Hampton, Long Island; yendo al teatro en Nueva York para dormir después en su lujoso dúplex frente a Central Park; paseando por las calles de París, donde tenía un apartamento cerca del Louvre. O haciendo negocios en cualquier sitio desde Buenos Aires a Oslo. Paula, estaba seguro, ya se habría marchado de allí, sacudiéndose el polvo de las zapatillas, como él. De modo que no había vuelto para verla. Aunque seguramente se encontraría con sus hermanos. Si quisiera, podría preguntarles dónde estaba...
¿Para qué iba a hacerlo? No quería ver a Paula y tampoco ella querría volver a verlo. Después de todo, fue ella la que se negó a irse de Cranberry Cove trece años antes. Ella quien, a pesar de sus protestas de amor, se quedó en el pueblo cuando él se marchó. ¿Olvidaría algún día la angustia de ese rechazo? Quizá, pensó, ésa era una de las razones que lo habían llevado allí. Quería visitar el sitio donde la única mujer a la que había amado nunca, le dió la espalda. Como si fuera el día anterior, podía ver su vestido azul azotado por la brisa, el pelo rojo cayendo por su espalda...
Furioso consigo mismo, Pedro volvió al coche y se sentó frente al volante. Pasaría un momento por el pueblo para saludar a los vecinos y luego volvería al aeropuerto. Estaría en casa esa misma noche, dejando aquella absurda expedición tras él. El pasado en el pasado. Donde debía estar. Antes de entrar en el pueblo detuvo el coche, nervioso. Podría volver al aeropuerto sin que nadie lo viera. ¿No sería lo más inteligente? «Cobarde», le dijo una vocecita. ¿Le daban miedo los recuerdos? ¿Tenía miedo de encontrarse con los hermanos de Paula y saber que estaba felizmente casada? ¿Qué clase de hombre era? Se dió cuenta de que tenía miedo. Su corazón estaba acelerado y apretaba el volante con excesiva fuerza. Los mismos síntomas que cuando iba a buscar a Paula a casa de sus padres. ¿Hubo una mujer más bella que Paula a los dieciocho años? Entre niña y mujer, inocente e inexperta y, sin embargo, poseedora de una inconsciente sensualidad que lo volvía loco. Que hacía que deseara poseerla por encima de todo. Y lo había hecho, una vez.
Salió del coche. Era un coche de alquiler, un modelo pequeño, nada parecido a su Ferrari, que estaba en el garaje de Los Hampton. Su ropa tampoco era pretenciosa: vaqueros, una camisa y una cazadora de ante que tenía más de cinco años.
No quería llamar la atención. Había una enorme diferencia entre su forma de vida y la de la gente de Cranberry Cove no tenía sentido restregárselo por la cara. Pero lo que olvidaba era el aura de seguridad, de éxito, de mundo, que lo hacía destacar entre los demás. Y la sutil sexualidad de sus rasgos: mentón cuadrado, pómulos marcados y ardientes ojos azules. No podía hacer nada sobre eso, de modo que tendía a ignorarlo.Respiró profundamente, sus pulmones llenándose de aire limpio y salado. Olía a leña quemada y a pan recién hecho...
El tiempo desapareció entonces. Tenía diecisiete años otra vez y estaba desesperado por escapar del pueblo para irse a la universidad. Paula tenía trece entonces. Se hicieron amigos porque, como él, era diferente, una persona solitaria. Se fue a la universidad, pero volvió cinco años después. Y fue entonces cuando se enamoró.
Pedro empezó a caminar. Entró en Cranberry Cove, su pueblo. Enseguida vió a un anciano sentado en una vieja mecedora, fumando una apestosa pipa.
—Hola, Abel. ¿Te acuerdas de mí? Soy Pedro Alfonso. Vivía a seis casas de aquí, cerca de la carretera.
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