jueves, 29 de diciembre de 2016

Tiempo Después: Capítulo 21

—¿Puedo echarte una mano?

—Pon la mesa, por favor. Los platos están en ese armario.

Pedro estaba colocando las servilletas cuando los tres hermanos de Paula entraron en la casa, en procesión: Diego, que tenía el pelo color zanahoria, Leandro, el más fornido, y Gonzalo, con una larga coleta. Ninguno de los tres lo recibió con una sonrisa. Daban la impresión de estar deseando darle su merecido.

Que lo intentasen.

Diego dejó un tarro de pepinillos sobre la encimera, Leandro seis botes de cerveza y Gonzalo, que había ido con las manos vacías, se inclinó para besar a su hermana.

—¿Ha llegado Benja?

—Sí, está duchándose —contestó ella.

—¿Qué piensa de todo esto?

—No le hace mucha gracia.

—A mí tampoco —dijo Leandro, abriendo una cerveza.

—No crees más problemas —le ordenó Paula—. Gonza, sírveme una copa de vino, por favor.

Su hermano tomó una botella y lanzó un silbido.

—Un buen vino. Ya me imagino quién lo ha traído.

—Podemos salir a la calle después de cenar para darnos de tortas —dijo Pedro entonces—. Pero, por ahora, vamos a intentar portarnos como personas civilizadas. Aunque sólo sea por Benja.

—Tiene razón —suspiró Diego.

Pedro jamás olvidaría aquella interminable cena. Benja no decía nada a menos que le preguntasen y contestaba sólo con monosílabos. Paula alternaba entre el silencio y parloteos absurdos. Los tres hermanos hacían lo que podían. Y en cuanto a él, se portaba como el más civilizado de los neoyorquinos.

—El pescado está muy rico —dijo, intentando romper el silencio—. Mucho mejor que en Nueva York.

—Pues has tardado mucho en venir a probarlo —replicó Gonzalo.

—Pero he vuelto. Y no pienso desaparecer, lo juro.

 —¿Y a quién le importa? —murmuró Benja.

—Ya está bien —le advirtió Paula.

—No quiero pastel —dijo el chico entonces, levantándose—. Me voy a casa de Adrián. Prometí ayudarlo con los deberes de álgebra.

Paula dejó caer los hombros.

—¿Para qué estamos fingiendo que ésta es una cena familiar? No lo es.

—No debería haber venido —dijo Pedro entonces.

—Quizá no, pero estás aquí y vamos a comemos el pastel. Gonza, ¿Te importa hacer el té? Lean, el pastel está en el horno. Dieguito, los pepinillos estaban muy ricos — murmuró Paula. intentando contener las lágrimas.

—El chico se acostumbrará a la idea de que tiene un padre —dijo Diego entonces—. Pero tardará algún tiempo.

—Tengo toda la vida —suspiró Pedro—. No pienso abandonarlo.

En ese momento sonó el teléfono y Paula se levantó.

—¡Pablo! ¿Cómo estás? —exclamó, con evidente alegría.

¿Quién demonios era Pablo?, se preguntó Pedro. No se le había ocurrido preguntar si salía con alguien...

—¿Estás dónde? ¿En Toronto? ¿Por qué...? ¿En serio...? Oh, Pablo, qué alegría... ¿Me llamarás en cuanto sepas algo? ¿Cómo está tu madre...? Me alegro mucho. Muy bien, hablaremos pronto. Adiós.

Paula colgó y se volvió para mirar a los cuatro hombres.

—Era Pablo —dijo, innecesariamente—. Ha enviado una de mis vidrieras a un concurso en Toronto y la semana que viene le dirán si la han aceptado.

Sus hermanos la felicitaron, pero Pedro se quedó callado. El tal Pablo actuaba como si fuera su representante. ¿Y por qué conocía Paula a su madre? Tenía que enterarse. Había llegado la hora de exigir respuestas, pensó, mientras la veía subir corriendo a la habitación de Benja para darle la noticia. Por muy tarde que se fueran sus hermanos, él se marcharía el último.

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