martes, 14 de mayo de 2024

Inesperado Amor: Capítulo 7

 -¡Oh, demonios! 


Paula no tuvo más remedio que olvidarse de la llamada y seguir a Valentina. Al rodear la casa vio un inmenso patio pavimentado con un establo. La atrapó justo cuando la niña iba a entrar por la puerta trasera, que, a pesar del tiempo, estaba abierta.


— ¿Qué estás haciendo?


—Nadie entra por la puerta principal —respondió Valentina.


— ¿No?


—Pues claro que no. Te lo habría dicho si me hubieras preguntado.


Completamente ajena al barro que le manchaba los zapatos, entró en la casa como si fuera la dueña. Sin poder hacer otra cosa, Paula la siguió por una habitación llena de botas, paraguas y chubasqueros, y entraron en una inmensa cocina caldeada por una vieja estufa de combustible sólido. Junto a la estufa había una gran cesta para perros, ocupada por una gallina y dos o tres gatos atigrados. Estaban tan unidos que era casi imposible distinguirlos. Un perro grande y peludo, de aspecto deprimido, yacía al lado, secándose las garras llenas de barro. De no ser por la gallina, se habría sentido tentada de unirse a ellos.


—A veces es mejor no esperar a que te lo pregunten—dijo volviéndose hacia Valentina—. Por si acaso la persona que debería preguntártelo no se acuerda de hacerlo...


Se calló. Aquélla no era la clase de conversación que una niñera mantenía con una niña de seis años. Pero ella ya no era una niñera. Y Valentina que no era precisamente la típica niña de seis años se encogió de hombros.


—No me escuchaste cuando te dije que conocía el camino —dijo—. No creí que me escucharas si te decía lo de la puerta.


Paula rezó en silencio pidiendo paciencia a la deidad responsable del bienestar de las niñeras no practicantes, fuera cual fuera.


—Vamos —dijo Valentina, y sin esperar respuesta, abrió otra puerta.


Paula siguió a la niña por un pasillo con corrientes de aire que conducía a una escalera ascendente. El tipo de escalera usada por el servicio.


—Por aquí.


— ¿Qué? —espetó Paula, estremeciéndose por el frío que acentuaba la humedad de su ropa. Enseguida recordó que Valentina sólo tenía seis años y que ella era la adulta responsable—. Lo siento. No era mi intención hablarte de mala manera.


—Está bien.


No, no estaba bien, pensó Paula cerrando los ojos. Sólo era el último de la larga serie de errores que había cometido aquel día el mayor de los cuales había sido responder a la llamada de Sandra. Lo había hecho creyendo que podría convencerla de que ya no se dedicaba a hacer de niñera. Había roto todas las reglas y había sido castigada por ello, pero no tan duramente como se estaba castigando a sí misma. Y luego Sandra le había dicho que tenía un paquete para ella y Paula había descubierto que no era tan objetiva ni tan fuerte como pensaba. Respiró hondo, abrió los ojos y descubrió que había cometido otro error. Valentina había desaparecido.


— ¡Oh, genial!


Seis meses trabajando en una oficina habían atontado su instinto. Los ordenadores no hacían travesuras, ni desaparecían en cuanto se apartaba la vista de ellos. Había perdido su preciado autocontrol. Miró alrededor. Había media docena de puertas para elegir. Abrió la más cercana y se encontró con una enorme despensa repleta de estanterías y conservas suficientes para alimentar a una familia numerosa durante meses. Pero ni rastro de Valentina. Mientras se movía hacia la puerta siguiente, su móvil empezó a sonar. Miró la pantalla y se dió cuenta de que, en su loca carrera tras la princesita, no se había detenido para cortar la llamada a la oficina.


—Sandra, tienes un verdadero problema... —empezó a decir, sin ningún preámbulo, tras llevarse el móvil a la oreja.


— ¿Paula? ¿Eres tú?


—Sí, Sandra, soy yo —confirmó, abriendo la segunda puerta. Otra despensa—. Paula, a quien has enviado a hacer el tonto.


La tercera puerta, ligeramente entreabierta, reveló una pequeña sala de estar. Dos viejos perros labradores ocupaban el sofá, y a juzgar por la cantidad de pelo desperdigado por los cojines, lo consideraban de su exclusiva propiedad.


—Calma, chicos —dijo Paula cuando los perros menearon el rabo—. Paula —volvió a repetirle a Sandra, quien había caído en la cuenta de que estaba irritada y no había querido interrumpirla—. La que va a mandarte una factura por un tubo de escape nuevo.


— ¡Un tubo de escape! —exclamó Sandra sin poder contenerse.


—Paula que está perdida en medio de ninguna parte con una niña precoz de seis años que no sólo viste como una princesa, sino que cree serlo.

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