—Vas a pasar por la casa —insistió Sandra, obligándola a concentrarse en el problema inmediato. Era una mujer muy pertinaz, pero por algo había conseguido atraer a una clientela exclusiva.
— ¿La carretera cruza Littie Hinton?
—Bueno, no la cruza exactamente —admitió Sandra—. Pero es sólo un pequeño desvío. El pueblo está a menos de nueve kilómetros de la salida más cercana.
— ¿Nueve kilómetros? ¿En línea recta?
—Diez como mucho. Puedo mostrártelo en el mapa si quieres.
—Gracias, pero no.
—Está bien, está bien. Seré sincera contigo. Brenda Alfonso llegará en cualquier momento, y pueden pasar horas hasta que pueda encontrar a alguien que haga este trabajo.
—Si te metes en el juego de las mentiras, Sandra, deberías tener siempre un plan de emergencia.
—Por favor. Sólo es un trabajo de nada, y seguro que no querrás dejar a una niña pequeña llorando en mi oficina, ¿Verdad?
Paula se apretó la cadena hasta clavársela dolorosamente en la muñeca.
—Podría vivir con ello —dijo—. Que tú puedas o no es otro asunto.
—Por favor, Paula. Tengo mucho que hacer. Reuniones, entrevistas...
—Y una oficina llena de tu propio personal.
—Todos están ocupados en labores esenciales. Sólo tienes que dejar a Valentina en casa de su abuela y luego podrás pasar tus dos semanas al sol, sin pensar en cómo los demás nos quedamos trabajando como esclavos con frío y lluvia.
— ¿Crees que puedes hacerme sentir culpable? —le preguntó Paula.
Las vacaciones no habían sido idea suya. Había sido su familia la que había insistido en que necesitaba un descanso. Y ella no tenía más que mirarse al espejo cada mañana para reconocerlo.
—Te pagaré el doble...
—Eso sí que es estar desesperada.
—Y cuando vuelvas podemos hablar de tu futuro.
—No tengo futuro —declaró Paula enérgicamente, antes de que la situación se le fuera de las manos.
Sólo había accedido a ir a ver a Sandra de camino al aeropuerto porque así podría decirle cara a cara que la borrara de sus archivos. Irrevocablemente. Se acabaron para siempre las ofertas de trabajo temporales que Sandra seguía dejándole en el contestador automático. En España estaría a salvo de esas tentaciones.
—No como niñera —añadió mientras se dirigía hacia la puerta—. Te mandaré una postal...
Sandra se levantó de un salto, pero antes de que pudiera interponerse entre Paula y la puerta, entró Brenda Alfonso. Alta, rubia y claramente merecedora de los millones de dólares que había ganado como supermodelo y siendo el rostro de una famosa marca de cosméticos. Valentina, su hija adoptada de seis años, conocida en la sociedad por las revistas del corazón, estaba a su lado. La pequeña no llevaba la ropa sencilla con la que cualquier niñera sensata la hubiese vestido para viajar. Su atuendo era el propio de una princesita: Un vestido blanco de gasa con una faja de satén malva, medias blancas opacas y zapatos de raso. El perfecto contraste con su hermosa piel negra. Una tiara reluciente sobre sus rizos completaba la imagen. Sólo faltaban las alas. Una de sus manos estaba en leve contacto con la de su madre, y de la otra colgaba una bolsa blanca de lino en la que habían sido bordadas las palabras «Cosas de Valentina» en el mismo color malva que la faja. El logotipo del diseñador sugería que el vestido era una creación exclusiva para la hija de su modelo favorita. Casi todas las niñas que Paula conocía, y había conocido a demasiadas, habrían arrugado y manchado una ropa así a los cinco minutos de tenerla puesta. Pero Valentina Alfonso no. Parecía una muñeca exquisita. Una de esas piezas de coleccionista que se guardaban en vitrinas de cristal para no ser ensuciadas por dedos pegajosos. Casi todas las niñas se habrían echado a llorar ante la perspectiva de que su madre las dejara a cargo de una desconocida. Pero Valentina permaneció callada y tranquila mientras Brenda Alfonso la besaba ligeramente en la cabeza y, tras dejar una bolsa blanca de viaje, salía del despacho sin ofrecer la menor muestra de angustia maternal. Una punzada de compasión por la pequeña traspasó las defensas de Paula, seguida por un peligroso impulso de darle un abrazo. Pero entonces los oscuros ojos de Valentina se encontraron con los suyos y, con toda la arrogancia que su madre desplegaba en las pasarelas de París, le advirtieron que no se le ocurriera hacer tal cosa.
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