martes, 14 de mayo de 2024

Inesperado Amor: Capítulo 6

 —Imposible. Me temo que ha perdido el tiempo. Paula Chaves—dijo él—. Mi tía...


— ¿Su tía?


—Mi tía, la señora Alfonso, la abuela de Valentina —respondió con una mueca burlona—, está visitando a su hermana en Nueva Zelanda.


— ¿Qué? No... —se interrumpió y respiró hondo—.Está claro que aquí hay un malentendido —dijo intentando convencerse a sí misma. Sandra podía ser taimada, pero no era ninguna estúpida y se tomaba su negocio muy en serio—. La señora Alfonso trajo a su hija a la oficina esta mañana. Yo estaba allí cuando llegó.


—Suerte para usted.


—Simplemente estaba sugiriendo que no lo habría hecho si su madre estuviese fuera. Tiene que haber hablado con ella y haber buscado la solución más conveniente...


—Eso es lo que seguramente habría hecho cualquier persona —dijo él. Su boca volvió a curvarse en lo que parecía una sonrisa, pero no había el menor atisbo de regocijo en sus ojos—. Pero incluso de niña, Bianca... Brenda estaba convencida de que sus deseos eran órdenes. Nunca aprendió a pedir las cosas con educación. Aunque supongo que cuando se tiene un aspecto como el suyo no hace falta pedir nada.


—Pero...


—No obstante, en esta ocasión va a tener que olvidarse de su vida social y jugar a ser madre por una vez en su vida.


—Pero...


La puerta se le cerró en las narices a Paula. Pedro Alfonso cerró la puerta y se apoyó de espaldas contra ella. El sudor le empapaba la nuca, y no tenía nada que ver con una caldera. Maldita Bianca. Maldita Paula Chaves. Malditos fueran todos... Se irguió, respiró hondo y se giró hacia la puerta, justo antes de que volviera a sonar la campana. Pero, cualquiera que fuese el juego al que su familia estaba jugando, él no iba a participar. Cuidar de los animales de Bianca era un precio muy bajo por su soledad. Los animales no hablaban, no hacían preguntas, no lo miraban como si hubiera perdido el juicio. Valentina era otra cosa. Aquella mujer era otra cosa. De repente la campana dejó de sonar, pero Pedro no cayó en la trampa de creer que se habían marchado. La señorita Paula Chaves, quien con sus vaqueros ceñidos y top amoldado a sus curvas no se parecía en nada a las niñeras que habían bendecido la infancia de Pedro, no había arrancado el coche, y una vez que llamara a la oficina y pidiera instrucciones, volvería a exigir refugio para la niña y un poco de cortesía para ella misma. Mientras tanto, él no iba a quedarse de brazos cruzados. Tenía una caldera que arreglar. 


Paula oyó abrirse la puerta del coche. Se volvió y vió a Valentina evitando un charco mientras se bajaba del asiento.


—Valentina, quédate en el coche... —le gritó. Necesitaba pensar. No, necesitaba llamar a Sandra. Alguien tenía que presentarse allí para hacerse cargo de la situación.


—Tengo que ir al baño —dijo la niña—. Ahora.


¿Sería una emergencia de verdad o sólo una advertencia temprana? En la mayoría de los niños era difícil saberlo, pero Paula sospechaba que Valentina no se arriesgaría a estropear su aspecto inmaculado esperando hasta el último momento para ir al baño. Contempló con recelo la campana. Si hubiera tenido la oportunidad de elegir entre llamar otra vez y ordenarle a Valentina que cruzara las piernas, habría elegido lo segundo. Por desgracia, no se trataba de ella. Tendría que ser valiente. Y pronto.


—Espera un momento. Valentina —le ordenó, consciente de que cualquier signo de debilidad sería aprovechado por la niña. Se apartó un mechón  empapado de la mejilla y sacó su móvil del bolso. Estremeciéndose de frío, marcó el número de la oficina. Antes de enfrentarse otra vez al gigante, tenía que hablar con Sandra y averiguar qué demonios estaba pasando.


—Y quiero beber algo —añadió Valentina, sin hacer caso de la orden.


—Por favor —corrigió Paula automaticamente.


Valentina suspiró.


—Por favor.


—Hay zumo en mi bolsa. Está en el asiento delantero...


—Una bebida caliente.


Princesita, 2. Adulta estúpida, 0.


Pero la niña tenía razón. La propia Paula empezaba a sentir la necesidad de tomar algo caliente y descansar un poco.


—Oye, dame un minuto, ¿Quieres? Tengo que hacer una llamada y luego pensaremos en lo que podemos hacer.


Valentina se encogió de hombros y Paula devolvió la atención al teléfono.


—Vamos, vamos... —murmuró, impaciente—. Tienes que esperar en el coche, Valentina. Hace frío y tu vestido se estropeará con este tiempo —dijo apelando a las prioridades de la niña.


Al no recibir respuesta, giró la cabeza a tiempo para ver un vestido blanco desapareciendo por un lateral de la casa.

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