—Quiero irme ya. Paula —dijo Valentina, habiendo establecido un cordón de seguridad en tomo a su persona. Se dirigió hacia la puerta y esperó a que alguien se la abriera.
Sandra Campbell articuló «Por favor» con los labios mientras Valentina pisaba el suelo con impaciencia. Paula estuvo a punto de marcharse, pero algo la retuvo. No fue la súplica silenciosa de Sandra, sino la imposibilidad de rechazar a una niña que, a pesar de su fría fachada. Parecía sentirse muy sola.
—Me debes una, Sandra —dijo, rindiéndose al fin.
—Ya lo verás —respondió Sandra con una sonrisa de puro alivio—. Cuando vuelvas, tendrás esperándote el trabajo de tus sueños.
—Pensándolo bien, no me debes nada —replicó Paula, y se volvió hacia la niña—. Muy bien, Valentina. Vámonos antes de que le pongan un cepo a mi coche.
— ¿Es éste? —preguntó Valentina, nada impresionada, cuando salieron a la calle y vió un Escarabajo VW.
—Sí, éste es mi coche —afirmó Paula, abriendo la puerta. El coche no era precisamente nuevo, pero le tenía mucho cariño.
—Yo siempre viajo en un Mercedes.
Paula empezó a entender los apuros de Sandra por no quedarse sola con Valentina Alfonso.
—Esto es un Mercedes —dijo alegremente.
—No se parece a un Mercedes.
— ¿No? Bueno, hoy es uno de esos días en los que puedes ir cómodo al trabajo. Llevar vaqueros en vez de traje y cosas así.
— ¿Y eso para qué?
— ¿Qué tal por diversión? —sugirió Paula, pero enseguida comprendió que para Maisie la diversión consistía era engalanarse, no lo contrario—. Oh, está bien. A veces, para recaudar dinero para obras de caridad, las personas mayores pagan por el placer de llevar la ropa que quieren al trabajo. ¿No te gustaría llevar tu vestido de princesa al colegio en vez de tu uniforme y recaudar dinero para una buena causa?
—Yo no voy al colegio.
— ¿No?
—Tengo un profesor particular. ¿Por eso no llevas uniforme? ¿Por caridad?
Paula, que nunca había llevado uniforme de ningún tipo, fingió que no la había oído mientras limpiaba el asiento trasero.
—Vamos, Valentina, sube y te abrocharé el cinturón.
Valentina se subió como una princesa entrando en un Rolls—Royce y extendió la falda con cuidado sobre el asiento. Sólo cuando estuvo satisfecha con el resultado, permitió que Paula le abrochara el cinturón.
—Bueno —dijo Paula, intentando entablar conversación—. ¿Cuando seas mayor serás modelo, como mamá?
— ¡Bah! —espetó Valentina con una mueca de desprecio—. Ya lo he hecho, y es muy aburrido.
—Eso había oído —dijo Paula, sentándose al volante y arrancando el motor.
—Cuando yo sea mayor, seré médico como... —dejó la frase sin terminar.
— ¿Como quién? —la animó Paula, saliendo a la carretera.
Pero Valentina no respondió. Sacó su reproductor de CD de su bolsa y se colocó los auriculares en los oídos, dejando claro que no tenía interés en seguir hablando. Estupendo, se dijo Paula. Por fin se había acostumbrado a pasar los días sin la interminable cháchara de los niños. Estaba harta de improvisar nuevas versiones sobre los mismos cuentos.
—Ya estamos muy cerca, Valentina —dijo un rato después, al tomar la salida con el cartel de Littie Hinton.
—No, no estamos cerca —replicó Valentina sin molestarse en levantar la mirada.
Al menos era un cambio agradable al habitual: « ¿Hemos llegado ya? ¿Hemos llegado ya? ¿Hemos llegado ya?». Pero no había nada habitual en Valentina Alfonso. Por desgracia, la niña no se equivocaba. El pueblo quedaba a bastante más de diez kilómetros de la carretera, pero fue bastante fácil encontrarlo. Era una aldea minúscula, con una tienda, una oficina de correos, un pub, un garaje y una pequeña escuela en cuyo patio había un grupo de niñas saltando a la comba. Unas cuantas casas se apretaban en tomo a una extensión de hierba que hacía las veces de terreno comunal. En menos de cinco minutos Paula había comprobado que High Tops no estaba entre ellas. El pueblo estaba situado en un pequeño valle, tras el cual se elevaba una sierra casi oculta por las nubes bajas. No hacía falta ser un genio para imaginarse dónde estaría una casa llamada High Tops.
—Un pequeño desvío... —masculló Paula—. Olvídate de la postal, Sandra Campbell.
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