—Será mejor que esperes aquí mientras voy a llamar —le dijo a Valentina, antes de que la niña se manchara innecesariamente sus preciosos zapatos de satén.
Valentina pareció a punto de decir algo, pero se limitó a suspirar. Envuelta en el aire frío y húmedo, Paula subió corriendo los escalones hasta las puertas tachonadas de hierro. No había timbre. Sólo una vieja campana. Al levantar el brazo, el brazalete de plata se le deslizó hacia abajo y el corazón destelló al reflejar la luz. Por un momento se quedó helada, pero enseguida tiró del badajo con fuerza, produciendo un tintineo largo y reverberante. De alguna parte se elevó el largo y lastimero aullido de un perro. Miró nerviosa a su alrededor, casi esperando ver al sabueso de los Baskerville. No estaba en Dartmoor y sus temores eran ridículos, pero aun así se estremeció y volvió a llamar a la campana. A los pocos segundos oyó un ruido sordo, como el de un cerrojo, y la puerta se abrió. Entonces se dió cuenta de por qué le resultaba familiar aquella casa. La había visto en un libro de cuentos que le habían regalado de niña. Cuentos terroríficos de brujas, trolls y gigantes. Aquélla era la casa donde vivía el gigante. Y el gigante aún vivía allí. Con su metro ochenta, sin tacones, era una mujer bastante alta, pero el hombre que abrió la puerta la superaba con creces. Sí, ella estaba un escalón por debajo, pero no era sólo su estatura. Sus anchos hombros llenaban el hueco de la puerta, y una espesa melena negra le daba un aspecto leonino y amenazador. Unos ojos dorados, que en cualquier otro escenario habrían sido muy atractivos, y una barba de tres días realzaban su fiereza.
— ¿Sí? —preguntó, en un tono realmente desalentador.
Era un poco tarde para lamentarse por no haber seguido su plan original, pensó Paula. El plan que la llevaría a las cálidas playas de España. Se esforzó por no pensar en el gigante de sus cuentos que se comía a los niños y, esbozando lo que esperaba que pareciera una sonrisa radiante y profesional, le ofreció la mano en gesto amistoso.
—Hola. Soy Paula Chaves—se presentó, pero el gigante no dijo nada. Era obvio que necesitaba más información antes de estrecharle la mano—. De la agencia Campbell.
— ¿Vende algo? Si es así, me temo que se ha molestado en subir hasta aquí para nada.
—Ha sido más que una molestia —respondió ella, dejando caer la mano. Los ruidos que había hecho el coche en los últimos doscientos metros sugerían que no había evitado del todo el último bache—. ¿No debería hacer algo con ese camino?
—Eso es asunto mío, no suyo. Tenga más cuidado al bajar —dijo él, y empezó a cerrar la puerta.
Por un segundo Paula se quedó demasiado aturdida como para hacer o decir nada. Pero entonces hizo lo que cualquier niñera con recursos haría en la misma situación. Metió el pie por la rendija e impidió que la puerta se cerrara del todo. Por suerte llevaba botas, porque con un calzado menos sólido se habría destrozado el pie. El gigante bajó la mirada y luego la miró a los ojos.
— ¿Algo más? ¿No ha venido sólo para quejarse del estado del camino?
—No. No soy una masoquista ni tampoco vendo nada. Soy una niñera.
— ¿En serio? —preguntó él, y abrió un poco la puerta, liberándole el pie.
Ella no se movió, ni siquiera cuando aquellos ojos de depredador la examinaron descaradamente de arriba abajo. Finalmente el hombre negó con la cabeza.
—No, no me convence. Mary Poppins no habría salido sin su paraguas.
Paula se hartó. Estaba allí para hacerle un favor a Sandra y para ayudar a una niña. Sus planes eran otros, y ya había tenido bastante con aquel gigante.
— ¿Podría decirle a la señora Alfonso que estoy aquí?—le pidió con toda la tranquilidad que pudo—. Me está esperando.
—Lo dudo —respondió él con un atisbo de sonrisa.
Fue casi imperceptible, pero bastó para que Paula se fijara en sus sensuales labios. Se quedó momentáneamente fascinada, pero se obligó a concentrarse en su tarea.
—Sí, yo... Um... He traído a Valentina —balbuceó mientras se daba la vuelta.
No tanto para señalar a la niña como para tomar aire. El gigante de sus cuentos jamás había tenido tanto efecto sobre ella. Valentina se hundió en el asiento hasta que sólo pudo verse su brillante tiara.
—Ya veo —dijo él gigante—. ¿Y por qué?
—Para quedarse. ¿Por qué si no?
— ¿Con la señora Alfonso?
—Con la señora Dora Alfonso. Su abuela —explicó Paula armándose de paciencia. Tal vez fuera por su imponente estatura, pero parecía que las palabras tardaban demasiado tiempo en llegar al cerebro de aquel hombre—. La agencia Campbell me contrató para traer a la hija de Brenda Alfonso a High Tops. Voy muy apurada de tiempo, así que le estaría enormemente agradecida si pudiera dejarla aquí y seguir mi camino.
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