jueves, 30 de mayo de 2024

Inesperado Amor: Capítulo 25

 —Por supuesto. Pero antes de que se vaya, ¿Puedo hacerle una pregunta?


—Pregunte —dijo la mujer con cierto recelo—. Pero no le prometo que responda.


—Valentina no ha traído ropa para salir al campo. No tiene nada en su habitación, y el señor Alfonso no parece saber dónde guarda sus cosas.


—¿Por qué habría de saberlo?


—No lo sé. La verdad es que no sé nada.


Tal vez la humildad fuera la respuesta adecuada, porque la expresión de Alicia cambió.


—Bueno, siempre está vagando de un sitio a otro. Pueden pasar meses, incluso años, sin que sepa nada de él, hasta que de pronto aparece.


Vaya suerte la suya, pensó Paula, de que sus visitas a High Tops hubieran coincidido. Le habría gustado obtener más detalles, pero Susan ya se dirigía hacia la puerta.


—¿Lo sabe usted? —le preguntó, en un último y desesperado intento.


La mujer reflexionó un momento, pero negó con la cabeza.


—No —respondió secamente.


—Tal vez podría buscarla yo misma. ¿Por dónde podría empezar?


—Ya se lo he dicho; no guarda ninguna ropa aquí —agarró un abrigo del perchero—. Su última niñera siempre traía todo lo que necesitaba —dijo, sin ocultar su cinismo.


—Pues yo no he tenido ese privilegio. Tengo que arreglármelas con lo único que hay: Tafetán rosa y seda amarilla.


—Supongo que podría echar un vistazo en el viejo cuarto de los niños — dijo Alicia, sacando un pañuelo para la cabeza del bolsillo del delantal—. Quizá encuentre algo de la señorita Bianca. Está arriba... —pensó por un momento—. La quinta puerta del pasillo.


—Gracias, Alicia —respondió Paula con una sonrisa—. Espero que esté lista para un sándwich de beicon cuando vuelva, para acompañar a su té.


La mujer le devolvió la sonrisa.


—De acuerdo. Si insiste, estaré de vuelta en media hora.


Paula subió las escaleras y recorrió el largo y ancho pasillo, iluminado por una serie de ventanas que, en un día despejado, seguro que ofrecían una hermosa vista. Una alfombra turca cubría el suelo encerado, y las paredes estaban repletas de cofres antiguos y cuadros. A pesar de su descuidado aspecto exterior, aquélla había sido sin duda la residencia de un caballero. Lástima que ahora la ocupara un caballero semejante, pensó mientras contaba las puertas hasta llegar a la quinta. Estaba junto al final de un tramo de escaleras, en lo que parecía la parte principal de la casa. Le pareció extraño que el cuarto de los niños estuviera allí, pero se encogió de hombros y abrió la puerta. Aún era muy temprano y la niebla que rodeaba la casa oscurecía las habitaciones, así que buscó el interruptor de la luz. La estancia se iluminó y vió enseguida que sus sospechas no eran infundadas. Aquélla no era la habitación de los niños, sino el dormitorio principal. Amueblado al estilo regencia, elegante, caro y con una enorme cama de columnas. Se dió la vuelta con la intención de salir inmediatamente... Y se encontró con Pedro Alfonso, que estaba de pie frente a un aparador, buscando ropa interior. Ya era bastante embarazoso haber entrado sin llamar, pero a  eso había que añadir que él acababa de salir de la ducha y que estaba desnudo, salvo una toalla envolviéndole las caderas. Y al girarse para mirarla, la toalla se soltó y cayó al suelo. Él no hizo el menor movimiento para recuperarla, y ella, a pesar de abrir la boca con intención de disculparse, fue incapaz de emitir sonido alguno. Era hermoso y esbelto, esculpido en fibra y músculo; la clase de cuerpo que los pintores ansiaban como modelo. De sus cabellos caían gotas de agua, que resbalaban sensualmente por sus hombros y su pecho hasta fundirse con su carne. Representaba la perfección del David de Miguel Ángel. Y esa perfección hacía aún más terrible las cicatrices que cubrían su espalda. Unas cicatrices que Pedro no fue lo suficiente rápido en ocultar. Sin pensar en lo que hacía, alargó un brazo dispuesta a tocarlo, como si quisiera traspasar el dolor a su propio cuerpo. Pero antes de que sus dedos tomaran contacto, él le sujetó la muñeca y, en un rápido y brusco tirón, la sacó de la habitación.


—Quédate ahí. No te muevas —sin esperar a ver si lo obedecía, le cerró la puerta en las narices.

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