—Bueno, fuera hace un tiempo de perros, así que de momento no puedes salir a jugar. Aprovecharé para lavar la ropa, y si esta tarde sale el sol, podría sacarte una foto con esta sudadera. No hubo respuesta.
—¿Y con uno de los cachorros? Seguro que a tu madre le encantaría.
—Sólo si Pedro aparece también en la foto —insistió Valentina—. Para que sea exactamente igual.
—Es una magnífica idea —dijo Paula, aunque no estaba segura de que Pedro pensara lo mismo.
—¿Se lo pedirás por mí?
—Sí, cariño. Claro que se lo pediré.
—Antes de que me ponga la sudadera.
Valentina era pequeña, pero desde luego era una niña precoz. Paula se libró de un duelo inmediato en el que poner a prueba sus habilidades negociadoras, ya que Pedro no se quedó esperando para hablar con ella. Después del desayuno, dejó a la niña «Ayudando» a Alicia en la cocina y fue a llamar a Sandra. Al abrir la puerta del despacho, Pedro levantó la vista del montón de cartas que había sacado de bolsa y la miró con tanta fiereza que Paula dió un paso atrás.
—Lo siento. No pretendía molestarte.
—Tu presencia en esta casa molesta hasta el aire —declaró él, y respiró hondo, como si estuviera contando hasta diez—. Sin embargo, he de aceptar que no puedes hacer nada al respecto, así que, ¿Puedes dejar de ir de puntillas a mi alrededor, por favor?
—Ayudaría mucho si no me miraras como si te ofendieras al verme — señaló ella.
—Yo no... —empezó él con irritación, pero se interrumpió y desechó el asunto con un gesto, como dando a entender que Paula era demasiado sensible—. ¿Has dejado tu aquí este montón de basura?
—Si te refieres al correo, sí. La mujer de la tienda del pueblo me pidió que te lo trajera cuando me detuve para preguntarle el camino.
—Pues cuando te marches te sugiero que se lo devuelvas y le digas que...
—Tengo una idea mejor —lo interrumpió ella, cansada de su malhumor—. ¿Por qué no hablas tú mismo con ella? —se atrevió a preguntarle, y decidió cambiar rápidamente de tema—. ¿Has sabido algo de tu prima?
Él negó con la cabeza.
—Y supongo que tú no has recibido ninguna alegría de la agencia.
—Estaba a punto de llamar.
—Adelante.
Empujó el teléfono hacia ella y Paula levantó el auricular, pero no parecía haber línea.
—No hay línea.
Él le quitó el auricular y se lo pegó a la oreja.
—¿Me equivoco? —le preguntó ella con engañosa dulzura.
Podía ser que la grosería de Pedro Alfonso fuese un escudo contra la compasión. De ser así, estaba funcionando. Él masculló algo incomprensible, pero ella no le pidió que lo repitiera. No creía que fuese algo que quisiera ni debiera oír.
—Ocurre todo el tiempo aquí arriba —dijo en voz alta—. Es una sueñe que tengas móvil.
—¿Quieres que informe de la avería?
—Si crees que debes hacerlo...
En realidad, Paula estaba contenta de dejarlo sin comunicación con el mundo exterior, y estaba convencida de que el mundo exterior se lo agradecería. Pero no tenía sentido expresar su opinión y enfadarlo aún más, y menos cuando tenía que pedirle un favor. Pero lo primero era llamar por teléfono. Si las noticias que recibía eran buenas, Pedro estaría de mejor humor. El único problema era que no recordaba dónde había metido su móvil. Dejó a Pedro en el despacho y buscó en sus bolsillos, que era donde lo llevaba durante el día, y en la mesilla de noche, donde sólo encontró el brazalete de plata. Se abrochó la cadena en la muñeca y miró bajo la cama, por si acaso el aparato había caído al suelo. Nada. Tampoco estaba en la cocina, y Valentina, ataviada con un gran delantal y con las mejillas cubiertas de harina, no supo responderle cuando le preguntó si lo había visto. Sólo quedaba el despacho, ya que era el último lugar donde recordaba haber estado, así que no tenía más remedio que entrar en la guarida del león por segunda vez aquella mañana. Aunque esa vez tuvo la precaución de llamar a la puerta antes de abrir.
—¿Y bien? —preguntó Pedro, levantando la mirada.
—No encuentro mi móvil por ninguna parte. No sé dónde más buscar.
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