—Sólo le he preguntado a qué hora cena para que no lo molestemos — dijo ella, demostrando una calma impresionante—. Como es natural, será bienvenido si quiere tomar con nosotras el té de las cinco.
—No va a encontrar palitos de pescado en mi nevera.
— ¿No? Bueno, seguro que nos arreglaremos.
Él se encogió de hombros,
—Valentina tiene una habitación en la torre este —dijo reprimiendo su impulso natural de agarrar las bolsas y llevarlas dentro. Cuanto peor fuera la opinión de Paula hacia él, más probable sería que se mantuviera a distancia—. Ella sabe dónde está. Usted puede quedarse en la habitación contigua. No se ponga muy cómoda, pues no va a permanecer aquí ni un minuto más de lo necesario.
— ¡Extraordinario! Habría dicho que no teníamos nada en común, pero ¿Sabe que es precisamente eso lo que le prometí a Valentina? —preguntó, pero él la miró con el ceño fruncido, sin comprender—. Le prometí que sólo me quedaría hasta que encontráramos a alguien que fuera de su agrado para cuidarla —volvió a sonreír, como si supiera algo que él ignoraba.
—Me alegro de saberlo. Deme sus llaves. Llevaré el coche a la cochera.
—Oh, estupendo —dijo ella, claramente desconcertada por el ofrecimiento—. Gracias.
—Un trasto tan viejo no debe permanecer toda la noche la intemperie. Le echaré un vistazo al tubo de escape. No quiero que nada retrase su marcha por la mañana.
A Paula le temblaban tanto las piernas por su enfrentamiento con Pedro Alfonso que apenas podía subir las escaleras. Por suerte, Valentina iba dando brincos alegremente delante de ella, indicándole el camino, y sin parecer en absoluto afectada por la falta de bienvenida.
—Ésta es mi habitación —anunció, abriendo la puerta.
Paula pudo ver por qué la niña quería quedarse a pesar de Pedro Alfonso. La habitación, situada en lo alto de la torre, parecía sacada de un cuento de hadas, con su pequeña cama de columnas con cortinas de encaje y muebles pintados con flores malvas y moradas. Y Pedro Alfonso debía de haber arreglado la caldera, porque la estancia estaba caldeada, y a pesar del mal tiempo, no había ni rastro de humedad en la cama.
—Es preciosa, Valentina. ¿Tu abuela hizo todo esto para tí?
—No digas tonterías. Mi madre contrató a un decorador —corrió hacia la ventana—. Desde aquí puedes ver a Pudge.
Paula la siguió, preparada para colmar de alabanzas a un pequeño pony, pero la niebla empañaba el cristal, ocultando la vista.
—Seguro que tiene frío ahí fuera —dijo Valentina con el ceño fruncido.
— ¿No está en el establo?
—A lo mejor. ¿Podemos ir a comprobarlo?
Paula habría preferido mantenerse lejos de las dependencias. Pedro Alfonso le había dicho que le echaría un vistazo al coche, y ella no tenía el menor deseo de encontrarse con él hasta que pudiera olvidarse de sus groserías. Pero sospechaba que la niña no tenía por costumbre aceptar un no por respuesta.
—Bueno, está bien, pero creo que deberías cambiarte de ropa. ¿Tienes algo más... Adecuado? Ya sabes, algo para montar.
— ¿Pantalones, por ejemplo? —sugirió la niña, y abrió la bolsa para buscar ella misma. No había vaqueros.
Ni siquiera unos pantalones de montar. De hecho, no había pantalones de ningún tipo. Ni de botas ni un casco. Sólo más pares de zapatillas de satén que hacían juego con los vestidos. Incluso había metido en la bolsa un par de alas para alguna ocasión especial. Adornadas con abalorios de plata y con los inevitables bordados malvas. Muy bonitas, pero no precisamente adecuadas para montar.
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