Sintió que Pedro estaba dudando, debatiéndose entre el deseo de comer algo que no estuviese enlatado y el impulso de mandarla al infierno.
—Gracias —fue todo lo que dijo.
No era exactamente decepción lo que atenazó el corazón de Paula. Pero, por un momento, había esperado que él apartara una silla y se uniera a ellas en la cena. Se había imaginado a Valentina y a Pedro congeniando mientras comían. Y a ella haciendo el papel de hada. Patético. La niña era la única persona que tenía alas en aquella casa. Sin embargo, él seguía en la cocina. Paula estaba concentrada en la salsa, pero podía sentir su presencia tras ella.
—Encontrará helado en el congelador, por si Valentina quiere un poco — dijo—. A menos, claro está, que sea capaz de preparar también el postre.
Con aquel comentario casi había sido amable. Casi. Paula se dispuso a recompensarlo con una sonrisa, pero cuando se dió la vuelta, Pedro se había marchado. Bañó a Valentina y la preparó para acostarse, dejándola abrazada a un osito de peluche y leyéndole un cuento de los muchos que ocupaban la estantería. Era una divertida historia sobre la hora de dormir de un osito. Nada que pudiera provocarle pesadillas. Valentina se quedó dormida mucho antes que el osito, y Paula se quedó sentada a su lado durante un rato, contemplándola. Finalmente, le estiró la manta y bajó la luz hasta dejarla en un débil resplandor. En alguna parte, al otro lado del mundo, otra niña estaría a punto de comenzar un nuevo día. Despeinada y gruñona, esperando un abrazo de otra mujer... Parpadeó furiosamente y se tocó el brazalete. Un baño. Necesitaba sumergirse en agua caliente y perfumada. Olvidar y sonreír. No lo creía posible, pero quizá pudiera concentrarse en el placer, en vez de la angustia. Como viajaba ligera de equipaje y no se había molestado en llevar un albornoz, se puso uno que colgaba de la puerta del baño y bajó a la cocina a prepararse una bebida caliente. Sólo estaba encendida la luz de la encimera, dejando el centro de la cocina escasamente iluminado. La gallina se agitó y cloqueó desde la cesta. Se mantuvo a distancia. No le gustaban mucho las gallinas, ni siquiera de mascotas. Los gatos no se movieron, pero el perro, siempre esperando recibir comida, se deslizó por el suelo de baldosas y la hizo girarse. Pedro Alfonso había estado presumiblemente sentado a la mesa, acabando su cena. Pero ahora estaba de pie, y era difícil saber cuál de los dos estaba más sorprendido.
—Lo siento —dijo ella—. Pensaba que habría acabado hace rato.
—Sí, bueno, pero los malditos burros me han retrasado. Esas bestias desagradecidas salieron huyendo cuando fui a darles de comer —explicó, apartando la silla—. Cuando conseguí reunirlas de nuevo, estaba cubierto de barro.
Eso explicaba por qué su pelo oscuro estaba mojado y peinado hacia atrás, aunque donde se estaba secando empezaba a formar rizos, y por qué llevaba vaqueros limpios y una camisa de color azul marino.
— ¿Y la llama? —preguntó ella—. ¿También es una bestia desagradecida?
— ¿Quién le ha hablado de la llama?
—La mujer de la tienda me advirtió que tuviera cuidado con ella en la carretera.
—Estaba buscando compañía. Dora le encontró un hogar con una pequeña manada al otro lado del valle.
—Oh, pensé que se lo había inventado.
—Ojala —dijo él—. ¿Qué quiere?
—Nada. No quiero molestarlo.
—Ya me ha molestado, así que será mejor que se aproveche. ¿Qué quiere?
Sus modales no habían cambiado en absoluto, observó Paula.
—Iba a prepararme una bebida caliente para llevármela arriba.
—Haga lo que quiera. Yo ya he acabado —dijo él, dejando su plato a medio terminar.
— ¿Puedo prepararle algo? —ofreció ella, sintiéndose fatal por haber interrumpido su cena, aunque momentos antes hubiera deseado que se le atragantara. Pero uno de los dos tenía que esforzarse por ser educado, y estaba claro que no iba a ser él.
—Jugando a ser una buena ama de casa no hará que cambie de opinión, señorita Chaves —replicó él—. Soy perfectamente capaz de preparar mi propio café.
—En realidad, iba a preparar un poco de té —dijo ella, obligándose a mantener la calma. —. Sin embargo, aun reconociendo sus indudables aptitudes domésticas, no me supondría ningún problema prepararle un café al mismo tiempo, ya que, de todos modos, tengo que calentar el agua. Puede bajar cuando yo haya subido y servirse usted mismo, si no quiere esperar ahora.
Hubo un momento de silencio total en el que las palabras parecían haber quedado suspendidas en el aire. Ni siquiera el perro se movió.
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