No le resultó muy difícil. La camisa gris de lana le colgaba holgadamente de los hombros, sugiriendo, aunque pareciera imposible, una pérdida de peso y músculo. Los vaqueros, en cambio, se ceñían a unos muslos poderosos, y la cinturilla se extendía sobre un vientre liso.
— ¿Y bien? —la increpó él, devolviéndola bruscamente a la realidad.
Ella tragó saliva.
—Bueno, señor Alfonso. Esto es un coche, esto es una bolsa, y lo que hago es sacar lo segundo de lo primero.
Pedro se dió cuenta de que el sarcasmo había sido una equivocación. Lo había sabido desde que abrió la boca. Que Paula Chaves fuera rubia y guapa no la convertía en una mujer estúpida. A pesar de su carnoso labio inferior y el atractivo sexual que irradiaba, era una niñera, y las niñeras no aceptaban tonterías de nadie. Para confirmarlo, Paula lo miró fríamente con sus ojos grises, dejándole muy claro que no aceptaría nada de él.
— ¿Por qué? —preguntó Pedro. Era una pregunta justa.
— ¿No lo imagina? —dijo ella, sacudiendo la cabeza. Su melena se meció suavemente, invitando a tocarla—. No parece tonto —añadió, sacando una segunda bolsa del coche.
Pedro no quería discutir. Ya había hablado bastante.
—No puede quedarse aquí.
Ella sonrió.
— ¿Lo ve? Tenía razón. Sabía cuál iba a ser su respuesta.
—Lo digo en serio.
—Lo sé, y de verdad que lo siento. Pero mi coche está averiado, Valentina está cansada, y cómo usted mismo dijo, no puede ocuparse de ella.
—Eso no es lo que yo... —se detuvo a tiempo. Si declaraba ser capaz de cuidar a una niña pequeña, Paula se marcharía y dejaría que lo hiciera.
Él había ido a High Tops en busca de paz y soledad. Para pensar en su futuro. Ella tenía que irse y llevarse a la niña. Enseguida.
— ¿No tenía un avión que tomar? —preguntó.
—Siempre podré tomar otro —respondió ella, y alargó una mano como si fuera a tocarle el brazo—. Tranquilo, señor Alfonso. Le aseguro que lo molestaremos lo menos posible.
Él apartó el brazo antes de que pudiera entrar en contacto.
— Esto es intolerable. Hablaré con Bianca y la haré entrar en razón.
—Tendrá que ponerse a la cola. Hay más gente esperando para hablar con ella, pero nadie podrá hacerlo hasta mañana. Su prima está de camino a China.
— ¿A China?
— De donde viene la seda —dijo una voz infantil.
Los dos se volvieron y vieron a Valentina en la puerta.
— ¿Estabas escuchando? —le preguntó Paula, pero sin reprenderla ni acusarla.
—No —respondió Valentina, mirándola con expresión inocente— Estaba esperando a que acabaras —se dió la vuelta y entró en la casa, seguida por el perro.
— ¿Cuándo llega Bianca a China? —preguntó él.
— No tengo ni idea —respondió Paula. Agarró otra cerró la puerta del coche—. Mañana, supongo. Puede que oiga los mensajes antes, si hace escala. Aunque aquí será de noche, así que seguramente esperará a una hora más propicia para llamar.
—En otras palabras, no me queda más remedio que aguantarlas esta noche.
—Muchas gracias por su calurosa bienvenida —dijo ella con una sonrisa. Pero no era una sonrisa cálida ni efusiva. Era una sonrisa que sugería que, a su debido tiempo, él se arrepentiría de ser tan grosero—. Y por el té. Al menos no estaba frío cuando lo tomé. ¿A qué hora cena?
—A la hora que usted quiera preparar la cena, señorita Chaves. El té es la única labor doméstica que hago —mintió, sin molestarse en cruzar los dedos. Sólo quería que se fuera, y no le importaba lo que tuviera que hacer para conseguirlo.
Ella lo miró fijamente.
— ¿Alguien le ha metido en la cabeza un chip con todos los clichés machistas?
—No es necesario —respondió él—. Siempre he creído que es un rasgo genético.
—No, eso es lo que se inventan, los hombres despreciables para no compartir las tareas domésticas.
—Es posible —admitió él—. Aunque mi teoría es que se lo inventaron las mujeres patéticas para justificar su incapacidad para controlarlos.
Vió que sus ojos adquirían el color de la plata fundida, una clara señal de que su temperamento se estaba calentando.
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