— ¿La gallina vive en la cocina? —preguntó, diciéndolo primero que se le pasó por la cabeza—. ¿O es que está enferma?
—Uno de los gatos la trajo un día que estaba lloviendo, cuando aún era un polluelo, y la trató como a una más de su carnada.
— ¿Está diciendo que la gallina cree ser un gato?
—Ésa es la teoría de tía Dora —dijo él, aunque su expresión sugería otra cosa.
— ¿Usted no se lo cree?
—No he notado ningún problema de identidad cuando el gallo se acicala las plumas, pero si usted tuviera que elegir entre una cesta frente a la estufa o el gallinero, ¿Con qué se quedaría?
—Es un punto de vista bastante cínico.
— ¿Ésa es su respuesta?
—Es una gallina muy lista. Aunque seguro que los huevos confunden a los gatos.
¡Al fin! No fue exactamente una sonrisa, pero los labios de Pedro se curvaron en una mueca delatora. Él se apresuró a agarrar la cafetera y servirse una taza de café. Típica maniobra de distracción, pensó Paula. Ella habría hecho lo mismo si quisiera ocultar una carcajada. O un llanto. Tal vez aún había esperanza para Pedro Alfonso.
— ¿Adonde se dirigía? —le preguntó él, mirándola de reojo.
—A ningún sitio —respondió ella, ligeramente turbada porque la hubiese pillado mirándolo.
Él se giró y se apoyó contra la encimera, clavándole la mirada.
—Para sus vacaciones.
Oh, eso... Se había olvidado por completo de España. Además, en aquella cocina hacía bastante calor para tostarse la piel. La bata era demasiado cálida. Y también demasiado corta. Nunca había creído que tuviera que taparse los tobillos. Pero en esos momentos, unos tobillos desnudos sugerían unas piernas desnudas, y unas piernas desnudas sugerían un sinfín de posibilidades. La bata era de su talla, pero había sido lavada a menudo y había encogido. Paula tuvo la incómoda sensación de que se le estaba abriendo a la altura de los muslos. No se atrevió a bajar la mirada para comprobarlo, pues con eso sólo conseguiría desviar la atención de Pedro hacia sus piernas. Pero él parecía concentrado en la abertura de la batasobre sus pechos. No la miraba con lujuria. Más bien parecía que intentaba recordar algo... Se estaba volviendo loca. Se recordó que bajo aquella bata era la imagen de la pura modestia. Cuando había que levantarse en mitad de la noche para atender a un niño inquieto y asustado, lo más sensato para una niñera era dormir con pijama. En esos momentos sólo llevaba unos shorts y un top con finísimos tirantes, pero habría llevado aún menos ropa en una playa española. Pero no estaba en una playa. Estaba en una casa aislada del mundo con un hombre al que no conocía. Y esehombre le estaba mirando el escote. Una situación bastante comprometida. Pero su escote estaba respondiendo.
-¿Quiere leche? —preguntó, pero no esperó su respuesta y se acercó al frigorífico, aprovechando para apretarse más el cinturón de la bata mientras estaba de espaldas a él.
—No, gracias —respondió cuando ella le ofreció la jarra. No esbozó ninguna sonrisa desdeñosa, pero Paula tuvo la sensación de que sabía lo que había hecho.
— ¿No es un poco tarde para tomar el café solo? —dijo, vertiendo leche en su propia taza.
Él no respondió, aunque su mirada le indicó a Paula que estaba caminando por una cuerda muy floja. Pero, a fin de cuentas, no la había mirado de otro modo desde su llegada.
—Es sólo mi opinión profesional —añadió.
—Guárdesela para Valetina, Mary Poppins.
Si quería que ella agachara la cabeza, tendría que hacerlo mejor. Después de todo, Mary Poppins era prácticamente perfecta en todo.
—La falta de sueño puede poner de malhumor a cualquiera —dijo, negándose a retroceder.
Mantener su mirada le estaba causando estragos en las rodillas, pero una vocecita no dejaba de susurrarle insidiosamente en su cabeza: «Tócalo. Necesita a alguien que lo abrace...»
—Pero tiene razón —añadió, intentando acallar la voz interior—. No es asunto mío. Pero luego no me culpe si no puede dormir.
— ¿Por qué no? Los dos sabemos que será usted la causa que me mantenga despierto...
Hizo una pausa, como si la imagen evocada por sus palabras lo hubiera pillado por sorpresa, haciéndole olvidar lo siguiente que iba a decir. El tiempo se ralentizó y Paula tomó conciencia de cada centímetro de su piel, mientras en su cabeza se formaba la imagen de Pedro Alfonso tendido en una cama, desnudo de cintura para arriba, pensando en ella... No fueron sólo sus rodillas, sino todo el cuerpo lo que respondió a la inquietante imagen. Los pechos se le hincharon y los pezones se le endurecieron dolorosamente contra la bata. Había estado tan inmersa en un trabajo que lo exigía todo, que había olvidado las reacciones físicas de su cuerpo, y cómo éstas podían superar su fuerza de voluntad y dominar sus pensamientos...
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