Había rescatado a la damisela en apuros más preciosa del mundo, pero seguía sin comprender por qué había sido necesaria su intervención. ¿Por qué ella no le había arrojado el vino a la cara y lo había dejado plantado? Tampoco terminaba de comprender qué locura lo había poseído para montar esa escena. No formaba parte del trato, él simplemente debía llamar a Romina por teléfono si las cosas se ponían feas. Ella se ocuparía del resto. Telefonearía a Paula y fingiría una emergencia que le permitiera escapar. Pero algo lo había impulsado a intervenir: Quizá el aburrimiento, quizá el fascinante guiño de Paula al comunicarse en silencio con él de mesa a mesa para compartir sus respectivos dilemas. Y ahí estaban. Lo malo era que no sabía muy bien qué hacer. Romina lo había amenazado si se atrevía a contarle a Paula que le había puesto una carabina para su cita a ciegas. Ése era su papel, Romina le había ordenado simplemente vigilarla. Según decía, Paula no estaba acostumbrada a salir. Lo malo era que Romina había olvidado mencionar que su amiga, «La solterona», era fascinante. Hubiera debido presentársela mucho antes. Tenía un cabello castaño precioso y ojos verdes tan expresivos, que en media hora había visto reflejados en ellos multitud de emociones. Quizá debiera aprovecharse de la situación, se dijo Pedro. ¿Por qué no? Abrió la boca para decir algo, pero la expresión de los ojos de Paula lo detuvo. Su gratitud inicial había sido sustituida por otra emoción. Lea frunció el ceño con un aire calculador. ¿Por qué lo miraba como el lobo a Caperucita Roja?
-¿Dices que la práctica lleva a la perfección? -repitió Paula lentamente-. Es genial, eres exactamente lo que necesito. ¡Por fin el destino se pone de mi parte! ¡Ya era hora!
-¿Soy lo que necesitas?
-¡Sí! -exclamó Paula.
-¿Y qué necesitas? -siguió preguntando Pedro no muy convencido de querer averiguarlo, observando la expresión alocada de los ojos de Paula.
-Un chico como tú. Ya sabes, un mujeriego empedernido. Un playboy.
-¿Un playboy? -repitió Pedro dando un paso atrás-. Yo no soy ningún playboy.
-Bueno, quizá no sea ésa la palabra adecuada, no conozco la terminología de moda. Anoche tomé un cursillo acelerado por Internet. Es sorprendente la de cosas que se pueden encontrar buscando la palabra «Cita». Un «Ligón», así es como te llaman, ¿No?
-¿Qué?
-Ligón -repitió Paula con paciencia-. Hombre soltero al que le gusta tantear el terreno sólo por diversión. Se llaman así, ¿No?
-Eh... No sé. ¿Nos llaman...? ¿Se llaman así?
-Oye, al final no hemos cenado, así que seguro que tienes hambre. ¿Puedo invitarte a cenar en alguna parte? Quiero hablar contigo. Lo siento -añadió Paula vacilante-, debo de parecerte un poco loca, ¿No?
Pedro se echó a reír aliviado. Ningún loco confesaba serlo. Quizá el comportamiento de Lea tuviera una explicación, lo cual sería una suerte porque aquella damisela lo intrigaba infinitamente más que Candela.
-Bueno, a mí también se me había ocurrido.
-Es que tengo un problema, y creo que tú puedes ayudarme a resolverlo - añadió Paula haciendo una pausa-. Es una larga historia. ¿Qué dices? De todos modos tenemos que cenar.
-Estupendo, estoy hambriento. Y tú no pegas los chicles al plato, ¿Verdad?
La sonrisa de Paula era impresionante, aunque no la hubiera lucido mucho durante la cena.
-No, te lo prometo. ¿Adónde podemos ir?, ¿Conoces este barrio?
-No -contestó Pedro-, pero sé un lugar en el que aún deben quedar mesas libres. Tengo el coche aquí, está a unos quince minutos -explicó él vacilando un momento-. Pensándolo bien... Supongo que preferirás ir en taxi.
-No, vamos en tu coche.
Paula hubiera debido ser más prudente y no meterse en el coche de un extraño, pensó Pedro. Y sin embargo entró con él en el oscuro estacionamiento subterráneo sin pensárselo dos veces. El no era una un psicópata, pero ella no podía saberlo.
-¿Seguro que Candela estará bien? -preguntó Paula mientras se abrochaba el cinturón de seguridad-. Me siento culpable por haberla dejado sola con Julián.
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