–Quiero hacer esas transferencias de las que hablamos en el avión. Me dijiste que continuase con mi trabajo por el momento.
–Trabaja en tu escritorio. Éste es tu despacho.
Pedro se movió para que ella viese la placa que habían puesto en la puerta: Paula Alfonso.
–Juan lo tiene todo organizado. Es tu asistente personal. Si necesitas cualquier cosa: Chinchetas, tintorería, entradas para algún espectáculo de Broadway, él te ayudará, pero cuenta también conmigo.
Luego miró a Juan.
–Sincroniza nuestras agendas.
–Hecho, señor.
–Gracias. Juan habla español –añadió Pedro, dirigiéndose a Paula–. Es uno de los motivos por el que me pareció que encajarían bien.
–Yo ya casi no lo hablo –murmuró ella–. Ha pasado mucho tiempo.
–Esta noche tenemos planes –continuó Pedro–, así que échate una siesta en el sofá de mi despacho si te hace falta.
E, incapaz de resistirse, le dió un beso en la mejilla antes de marcharse.
«Ponte algo llamativo», le había dicho Pedro tras informarle de que iban a asistir a una gala benéfica en un museo. Y Paula escogió un vestido de encaje con dragones bordados que le sentaba como un guante. El forro era de satén color carne, así que debajo solo se puso un tanga. El pronunciado escote no permitía llevar sujetador y se lo sujetó con cinta adhesiva de doble cara para evitar accidentes. Se calzó unos tacones muy elegantes y se peinó hacia atrás para tener el rostro descubierto y que resaltasen sus ojos, maquillados en tonos malvas y dorados, verdes y azules. Y se pintó los labios con un carmín rojo oscuro llamado Salem.
–¿Estás intentando matarme? –le preguntó Pedro al verla.
–¿De verdad? –le dijo ella, sonriendo y haciendo una pose.
Después cambió de postura y se tocó le pelo, levantó la barbilla y miró a lo lejos, como si no tuviese ninguna preocupación.
–Vas a hacer que media ciudad termine en el hospital.
Pedro fingió que respondía a una llamada.
–Sí, era mi esposa. No puedo evitar que sea tan sexy.
Paula se echó a reír, sintiéndose halagada y asombrada por el comportamiento de Pedro, que la ayudó a relajarse y a llegar a la alfombra roja con una amplia sonrisa en los labios. La multitud dejó escapar un grito de sorpresa. Los fotógrafos se colocaron para inmortalizarlos, le preguntaron de quién iba vestida, cómo había sido su luna de miel y cómo se habían conocido. Pedro la condujo dentro antes de que le diese tiempo a contestar.
–¿Necesitas ver a alguien en concreto esta noche? –le preguntó Paula mientras él le ofrecía una copa de champán.
Quería estar preparada y ayudar en todo lo posible.
–Ellos se acercarán a nosotros –le respondió él con arrogancia.
Paula resopló.
–¿Qué pasa? –le preguntó él.
–Me pregunto si tú nunca te acercas a nadie.
–No si puedo evitarlo –admitió Pedro–. Odio a la gente. Solo hablo con otros si estoy obligado.
–Ah –dijo ella, mirando a su alrededor.
–Tú no cuentas –le aclaró Pedro.
–Porque no soy nadie.
Paula se fijó en la tiara de una señora que pasaba por su lado. Ella llevaba unos pendientes de diamantes que Pedro le había dado antes de salir de casa. No había querido aceptarlos, pero él le había dicho que solo se los prestaba, salvo que ella decidiese quedárselos. No se los iba a quedar, aunque le encantasen y desease hacerlo.
–Paula –le dijo él en tono compungido. Le tocó el brazo.
Ella le hizo ver que lo había dicho en broma. Pedro chasqueó la lengua y torció el gesto. Paula no sabía por qué, pero aquello le resultaba divertido. Rió con ganas y él la miró con tal admiración que hizo que se derritiese por dentro. Eran tan guapo que le dolían los ojos de mirarlo. Pero le había dicho que se reservase para una relación que le importase de verdad, para alguien especial. ¿No se daba cuenta de que él era especial?
–¡Pedro!
A su lado apareció una mujer que lo agarró del brazo y pegó sus pechos al codo de Pedro.
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