jueves, 7 de marzo de 2024

Acuerdo: Capítulo 38

Si Pedro había querido causar sensación, lo había conseguido. No solo hablarían de su esposa, sino que también se preguntarían si estaba embarazada al verla palidecer y apoyarse en él.


–Ven a sentarte –le dijo a Paula, acompañándola de vuelta a la mesa. 


Ella se sentó con el bolso en el regazo y Pedro sospechó que comprobaba si su pasaporte seguía allí.


–Toma un sorbo de agua –le ordenó–. Y cuéntame qué es lo que te preocupa.


Había lidiado con las compras como una profesional y a él no le importaba el dinero que había gastado, solo había comentado que ese ya era un buen motivo para manipularlo.


–¿Para qué? –le preguntó Paula, tomando la copa con mano temblorosa, con los ojos llenos de lágrimas–. Jamás te podré devolver ese dinero. Jamás.


El camarero les llevó el siguiente plato y ella giró el rostro hacia la ventana para que no viera su expresión. Pedro lo despidió con un ademán sin que rellenase las copas de vino. La chuleta de cordero con berros y pistachos caramelizados que acababan de servirles estaba decorada con una ramita de romero, cebollas perla y unas gotas de salsa de naranja y menta. Tenía un aspecto delicioso, pero Paula estaba mirando el plato con aprensión. Él no se atrevió a contarle que habían llevado el cordero desde Nueva Zelanda aquella misma mañana, y que las seis botellas de vino con las que iban a acompañar la cena costaban mil euros cada una. Unos minutos antes, ella había estado radiante y feliz, pero había empezado a cambiar de humor cuando le había preguntado si era un proyecto más para él.


–Paula –empezó Pedro, apoyando la mano con la palma hacia arriba encima de la mesa, intentando conseguir que lo mirase–. Ya te he dicho que no pago a cambio de sexo ni compro a las mujeres. No me debes nada.


–No dejo de pensar que, en algún momento, voy a despertar en mi habitación. Ojalá fuese así –le respondió ella, pellizcándose.


Aquella habitación que había sido como una celda.


–No debí haber empezado esto –continuó, sacudiendo la cabeza–. Quería tomar el control de mi vida y pensé que podría hacerlo, aunque fuese difícil. Mi llegada a Singapur fue muy complicada, pero lo superé. Soy una persona fuerte.


Daba la sensación de que estaba intentando convencerse a sí misma.


–Pero esto es demasiado.


Por fin lo miró a los ojos y a Pedro se le encogió el corazón.


–No sé en qué me quieres convertir, pero no soy eso –añadió Paula, mirando hacia la ventana y después hacia el techo, como si estuviese buscando una salida.


–Paula –le dijo él, moviendo los dedos–. Dame la mano. Estás sufriendo un shock cultural. Nada más.


–¡Un shock cultural! –repitió ella, y una lágrima corrió por su rostro.


Mantuvo las manos sobre el regazo.


–Un shock cultural muy duro –se corrigió él.


Debía haberlo previsto. Hasta sus directivos se quedaban boquiabiertos cuando eran conscientes de cómo vivía Pedro.


–¿Te quieres marchar?


–¿Acaso importa lo que yo quiera? No sé por qué pensé que debía esforzarme tanto para llegar alto. Por mucho que lleve esta ropa, sigo sin ser nadie.


–¿Vamos a tener que pasar ahora por una crisis existencial? Vámonos, estaremos mejor solos.


Unos segundos después la estaba ayudando a subir al coche y le decía a su conductor:


–Cancele el helicóptero. Vamos a casa. 

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