Paula frunció el ceño al conectarse y ver que el saldo había disminuido mucho más de lo esperado. Entró en la cuenta y dió un grito ahogado.
–¡Lo has conseguido!
Miró a Pedro, que estaba tumbado en el sofá, enfrente de ella, con los pies levantados y el ordenador portátil en el regazo. Parecía divertido.
–Entré anoche. Has tardado en darte cuenta.
–No he tenido la oportunidad –replicó ella.
Habían estado todo el día en la sabana, luego se habían dado un baño en la piscina, habían cenado y solo habían encendido el ordenador unos minutos antes. Cerró el suyo y lo dejó a un lado.
–No sé si darte la enhorabuena.
Él arqueó ligeramente las cejas, como si su logro no le pareciese tan importante. Teniendo en cuenta su modo de vida, Paula había pensado que lo conseguiría mucho antes, pero le gustaba ver que podía estar a su nivel como contrincante.
–¿Y ahora, qué? –añadió.
Pedro ya era, de los dos, quien tenía todo el poder. Incluso la supremacía sexual. Daba igual si estaban medio desnudos en la piscina, practicando tai chi el uno al lado del otro o así sentados. A él no parecía afectarle su presencia mientras que Paula vivía en un constante estado de tensión. Su olor, el calor de su cuerpo, su risa, todo le hacía desear más. Y no dejaba de recordarse que el consentimiento iba en ambas direcciones.
–Acércate y cuéntame que está pasando aquí –le pidió Pedro, señalando la pantalla con la cabeza.
Ella se acercó.
–Ah. No estaba de acuerdo con Sara en esto, pero hacía mucho tiempo que tenía relación con esa empresa.
Estuvieron media hora hablando del tema y después realizaron varias transacciones. La tolerancia al riesgo de Pedro era más alta que la de Sara, lo que hizo que Paula se pusiese a la defensiva con respecto a las decisiones que había tomado en el pasado. Pedro observó los labios de Paula mientras hablaba, lo que la distrajo. Estaban pasando cada minuto del día juntos. Al fin y al cabo, de aquello se trataba una luna de miel, pero las parejas casadas solían calmar aquella tensión con sexo. Y ella lo deseaba tanto que le costaba concentrarse par responder a las preguntas de él. Paula se sentó y apoyó las manos en el regazo, dobló las piernas y se colocó enfrente de él.
–Necesito saberlo, Pedro. ¿Me vas a bloquear? Te aseguro que me gusta mucho mi trabajo.
–Lo sé –le respondió él en tono burlón–. Tengo directivos que no reflexionan sus decisiones tanto como tú. Y yo no puedo ocuparme de todo durante mucho más tiempo. No es práctico.
–¿Me estás despidiendo?
–Considérate avisada. Sigue haciendo lo que hacías por el momento, pero comparte todas tus decisiones conmigo. Empezaré a desglosar todo esto y a repartir el trabajo cuando estemos de vuelta en Nueva York y pueda reunirme con mi gente.
–¡Pero si acabas de decir que a mí se me da bien!
–No, he dicho que eres exhaustiva y cuidadosa, pero has estado haciendo micro gestión, lo que también tiene sus inconvenientes.
–¿Me vas a despedir porque me implico? ¿Qué voy a hacer si no hago eso?
–¿Dedicarte a ser mi esposa?
–Ja, ja. Tú no quieres una esposa. O no a mí, en todo caso. ¿Por eso quieres relevarme de ese cargo también? –le preguntó, entendiendo de repente el motivo por el que Pedro la había rechazado al saber que no quería tener hijos–. ¿Porque me implico demasiado?
–Sí.
Paula se sintió fatal, pero no quiso que Pedro se lo notase. Se sentó recta y se abrazó las rodillas, e intentó pensar.
–Paula –le dijo él, suspirando y dándole un suave codazo–. Me importas lo suficiente para querer cuidar de tí. No te preocupes por si estás trabajando o no.
–Yo quiero cuidar de mí misma –murmuró ella, golpeando el suelo con los pies–. Por supuesto que me preocupo.
–¿Adónde vas? –le preguntó Pedro, al verla avanzar hacia la puerta.
–A donde van las esposas cuando sus maridos les dicen que dejen el trabajo para quedarse en casa, a gastarse su dinero en la tienda más cercana.
–Como vuelvas vestida con un estampado de cebra, me divorciaré inmediatamente.
–Entonces, ya sé qué comprar –le contestó ella, cerrando la puerta.
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