jueves, 14 de marzo de 2024

Acuerdo: Capítulo 48

 –Preséntame a tu esposa.


–Brenda Farris –dijo él tras una pausa–. Paula Alfonso.


Brenda le lanzó un par de besos al aire y quiso saber todos los detalles de su relación.


Paula ya había conocido antes a mujeres como aquella. Algunas de las chicas que había conocido en Venezuela eran realmente agradables e inseguras y se esforzaban por hacer amigas. Otras, como ella, estaban allí para ganar. No eran malas personas, pero no hacían amigas porque sabían que solo podría haber una ganadora y no querían sufrir. Y luego estaban las que eran como aquella: Las que actuaban como si fuesen amigas, pero en las que no se podía confiar.


–Paula se ha dedicado a gestionar los negocios de mi abuela durante los últimos ocho años –le explicó Pedro.


–¡He leído la noticia de tu herencia! –exclamó la otra mujer entusiasmada, haciendo un puchero justo después–. Aunque también siento tu pérdida. Ni siquiera sabía que tuvieses una abuela y, mucho menos, una aventura con su gerente.


Miró a Paula de reojo.


–Debes de ser muy inteligente, si has mantenido su relación en secreto durante tanto tiempo.


Paula hizo lo mismo que con la otra arpía que había pensado que podía molestarla con un cumplido.


–Pedro me llamó ingeniosa el otro día, ¿Verdad?


Él la miró por encima de la copa mientras bebía.


–Es cierto –respondió él–. Y lo dije porque lo pensaba.


Entonces llegó otra persona que obligó a Brenda a marcharse. Pedro estuvo ocupado toda la noche y siguió presentando a Paula como la administradora de los negocios de Sara, incluso cuando un profesor de una prestigiosa escuela de diseño sugirió que ella podría dedicarse al modelaje. Pedro le apretó la mano en ese instante para advertirle que fuese cauta.


–A todas las chicas altas les dicen que deben modelar o jugar al baloncesto, ¿Verdad? –comentó ella.


–Pero no a todas se lo dicen tan en serio como te lo estoy diciendo yo a tí. Tengo contactos con varias agencias. Pedro, la tienes que inmortalizar en Vogue, vestida de Chanel. No puedes dejar que esos pómulos languidezcan en un despacho. 


–¿Por qué no? Es lo que les está pasando a los míos –respondió Pedro–. Paula es una de las mejores programadoras que conozco, así que haré todo lo posible por retenerla.


Ella no supo si estaba siendo sincero, pero el hombre se marchó y otras personas se acercaron a ellos.


–Has estado muy callada –comentó Pedro varias horas después, cuando llegaron al ático–. ¿Ha sido demasiado?


–No –murmuró Paula–, pero la noche ha sido larga y me duele la cara de tanto sonreír.


–No sientas que tienes que hacerlo. Yo no sonrío.


Paula se dejó caer en el sofá cuyos cojines, según le había informado Pedro, estaban rellenos de plumas de oca. Todos los muebles habían sido fabricados para él por un diseñador italiano. Una de las doncellas apareció con té chino, bebida que ella había confesado echar de menos desde que se había venido abajo en París. A partir de entonces lo tomaba todas las noches, ni siquiera tenía que pedirlo.


–Gracias –dijo, sonriendo a la muchacha.


Ésta se inclinó ante ella.


Paula suspiró. «Soy una de las suyas», quiso decirle.


–Pensé que Brenda había dicho algo que te había podido disgustar – continuó Pedro mientras cerraba la puerta.


Se quitó la chaqueta, se aflojó la corbata y dejó ambas en el sofá sin apartar la mirada de Paula.


–¿Cuándo?


–Salió del servicio de señoras detrás de tí y me sonrió con malicia.


–Por favor –respondió Paula, girando el rostro para que Pedro no la viese arrugarlo–. Conozco una escuela en Venezuela donde le podrían enseñar a sacar las uñas de verdad.


–Entonces, te dijo algo –insistió él en tono tenso.


–Me contó que se habían acostado juntos –admitió ella, mirándolo–. En realidad, me preguntó si tú me habías contado que habían sido amantes.


Se sirvió más té y dejó la tetera a un lado.


–Yo le respondí que, probablemente, no te parecía lo suficientemente importante como para mencionármelo.


Él giró la cabeza, pero Paula le vió torcer el gesto.


–Después me advirtió que podía poner en mi contra a las élites de aquí. Yo le respondí que debía de estar muy disgustada con que las cosas no hubiesen salido bien entre ustedes, y que tal vez se debiese a que hablaba de tí a tus espaldas.


Se sirvió una cucharada de azúcar.


–Añadí que te preguntaría. Y eso no le gustó.


Pedro resopló y juró entre dientes.


–Cada vez que me preocupo por tí, descubro que eres perfectamente capaz de cuidarte sola.


–¿De verdad? –preguntó ella en tono jocoso, aunque en realidad todavía se sintiese celosa–. No entiendo que te hayas acostado con alguien así. ¿Por qué no te reservaste para alguien especial?


–Porque yo no soy virgen.


Ella se giró y vió que Pedro se había metido los puños en los bolsillos. Tenía la mandíbula apretada. Todo él estaba en tensión.


–¿Es más sencillo mantenerse célibe cuando uno no sabe lo que se pierde?


A Paula se le ocurrió una idea terrible.


–¿No habrás estado con alguien desde que…?


–¡No! ¿Cuándo? Si estamos todo el tiempo juntos. Me he mantenido célibe desde que te conocí y te aseguro que no es sencillo.


–Entonces… ¿Cuánto tiempo va a durar este matrimonio, Pedro? ¿Se supone que ambos vamos a esperar a que termine para tener sexo?


–¿Me estás preguntando si tienes permiso para acostarte con otras personas? No. Ninguno de los dos va a hacer eso. Eso provocaría rumores que no necesitamos.


–Así que tengo que vivir contigo y preguntarme cómo debe de ser eso del sexo.


Pedro cerró los ojos.


–Ya te he explicado el motivo por el que no debemos acostarnos.


–Porque podrías herir mis sentimientos cuando se termine. Pues te voy a decir algo: Me duele más que prefieras acostarte con alguien como ella a acostarte conmigo.


–¿Te refieres a Brenda? ¿Por eso estás así? Todo el mundo quiere algo de mí, Paula. Siempre. En ocasiones es más sencillo acostarse con mujeres que vienen de frente. Aunque si hubiese sabido cuánto bebe jamás me habría acercado a Brenda. Estuve con ella menos de una semana.


Pedro le había contado que su padre había sido alcohólico. Paula deseó preguntarle por aquello, pero lo vió tan tenso que se contuvo. 

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