Pedro la llevó a su despacho y cerró la puerta.
–Sé que te he sorprendido –reconoció–, pero necesitaban una cura de humildad y quería que te aceptasen por tu trabajo.
–Puedes dirigir tu negocio como quieras, pero a mí no me metas sin preguntarme antes.
–Querías un trabajo –le recordó Pedro–. Te he ofrecido un buen puesto.
–¡Es demasiado! Pedri, ya me has oído esta mañana con la doncella. Si me ha costado pedirle que planchara una falda, ¿Cómo voy a dirigir todo un departamento?
–Estás cualificada para el puesto. Conoces las vulnerabilidades del programa y sabrás solucionarlas. Cuando uno sabe lo que quiere, lucha por ello. Lo harás bien.
–Ese es el problema, que yo no quiero ese trabajo.
–En Singapur quisiste demostrarte tu valía y lo has hecho. ¿Por qué rechazas el trabajo que te estoy ofreciendo?
–¿Por cuánto tiempo, Pedro? –inquirió ella en tono triste–. ¿Seguirás queriéndome aquí cuando estemos divorciados? ¿Confiarás en mí? En realidad, no quieres tenerme en tu vida, por eso te pasas el día evitándome.
–Nuestro matrimonio podría funcionar, Paula.
–Si accediese a darte hijos y a no esperar a cambio nada más que la satisfacción de mis necesidades físicas. Tengo otras necesidades, Pedro.
Él se giró hacia la ventana. Poco después oyó acercarse a Paula, que lo abrazó por la cintura y apoyó la cabeza entre sus hombros.
–Siempre me voy a preguntar quién soy. No la persona en la que mi madre, Sara o tú me habéis convertido, sino la persona en la que me he convertido yo sola. Tengo que hacerlo.
–¿Convirtiéndote en un objeto delante de las cámaras?
–Tal vez. Al menos, sería mi decisión.
Pedro bajó la vista a las manos de Paula, a la alianza. Podía darle su corazón o darle la libertad. Tragó saliva, tomó sus manos y se las besó.
–Entonces, haz lo que necesites hacer –le dijo–. Yo encontraré a otra persona.
–Gracias. Oh, vaya, te he manchado la camisa de pintalabios. Vas a tener que cambiarte, lo siento.
Él la agarró por la cintura.
–¿Sabes lo que van a pensar si me cambio la camisa después de haber estado encerrado en el despacho con mi esposa?
–¿Que sin querer te he tirado un café? –le preguntó ella, sonriendo de manera seductora.
Luego lo abrazó por el cuello y pegó los pechos a los de él. Pedro la agarró por el trasero, levantándole la falda, y ella lo abrazó con las piernas por la cintura. Podía haberla llevado al sofá, pero la llevó a la mesa. Era una locura, permitir que el recuerdo de Paula impregnase su espacio de trabajo, pero no le importó porque no podía desearla más. Y quería poder recordar su olor, la suavidad de su pelo, sus mordiscos en el hombro, su aliento en el oído. Necesitaba todo aquello porque algún día no tendría nada más. La idea hizo que se detuviese. Quería desnudarla y hacerla suya, pero, de repente, sintió una necesidad mucho mayor. Una que le exigía tomarse su tiempo, disfrutar de cada caricia, de cada beso. Quiso decirle lo guapa que era, y cómo deseaba darle placer, pero tenía un nudo en la garganta. Se sentía vacío y sabía que solo había un modo de aliviar aquel dolor. Estando dentro de ella mientras la besaba lentamente. Y cuando la notó temblar, el tiempo se detuvo y el mundo dejó de existir y supo que siempre formaría parte de su vida.
Tres semanas después Paula se estaba haciendo fotografías para crear su book. Cuando se lo enseñó a Pedri, lo único que comentó este fue que era muy fotogénica. Ella no había esperado un aluvión de cumplidos, pero sí algo más. Desde el día que habían hecho el amor en su despacho, se habían empezado a distanciar. Aunque Pedro le había prometido que no estaba enfadado porque hubiese rechazado el puesto de trabajo que le había ofrecido. Ella había intentado acercarse a él en la cama, y había funcionado al principio, pero después solo había sentido más dolor. Al parecer, su predicción se había cumplido. Ella quería que Pedro la amase, pero él no podía darle su amor. Por ese motivo, había decidido empezar a construirse la vida que tendría cuando su matrimonio se terminase.
–He decidido aceptar un trabajo en Milán –le contó mientras se vestían para acudir a un estreno en Broadway.
Pedro levantó la mano para tomar una camisa. Solo llevaba una toalla alrededor de la cintura.
–Me marcharé el sábado por la mañana, para estar descansada y lista para empezar a trabajar el lunes.
«Por favor, pídeme que no me marche», le rogó en silencio. «Dime que no puedes vivir sin mí».
–¿No irás a volar en turista?
–No, en primera. Y pagan a Juan para que me acompañe.
–Vete en mi avión.
–Ya está todo organizado. No hace falta derrochar tanto.
–El dinero no me importa.
–¿Y qué te importa? –inquirió ella, arrepintiéndose al instante.
Él suspiró.
–¿Qué quieres que te diga, Paula? Me has puesto en una situación complicada. Si te pido que no trabajes, te estoy reteniendo. Si te dejo marchar, te abandono.
–En realidad, la situación es muy sencilla. Tú no querías estar conmigo. Me marcho y te dejo solo, que es como te gusta estar, y ni siquiera me das las gracias.
Paula notó que la voz se le empezaba a quebrar. Salió del vestidor y fue al salón.
–Te lo dije –le advirtió él, siguiéndola–. Te dije que esto era lo que iba a pasar.
–Sí, y tenías razón, duele. Aunque me sienta amada cuando estamos en la cama, el dolor vuelve después, cuando recuerdo que en realidad no me amas. Por eso me marcho.
–Paula…
–No te preocupes por mí, Pedro. No se puede obligar a alguien a amar. Hace tiempo que lo acepté, pero necesito poner distancia. Si no te importa, preferiría no salir. Me daré un baño y me acostaré temprano.
Pedro se despertó agitado, excitado, y alargó la mano, pero Paula no estaba allí. Se despertó y gimió como un animal herido, preguntándose qué iba a hacer. Llevaba seis días así y no podía más. Y no era solo deseo sexual. La echaba de menos. La necesitaba como necesitaba el aire, el agua y la luz del sol. Apartó las sábanas y tomó el teléfono mientras pensaba qué le diría si respondía. Era mediodía en Milán, debía de estar trabajando. Entonces vió en la pantalla un mensaje de Juan que hizo que se le detuviese el corazón.
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