Él arqueó las cejas.
–Porque algún día, mucho después de que nos divorciemos, cuando sea vieja y me sienta nostálgica, me los pondré. Mi hija me preguntará de dónde los he sacado y yo le contestaré que su padre jamás me permitió ponérmelos porque sabía que me hacían pensar con profundo afecto en mi primer marido. Con amor. Con mucho amor. Con tanto amor que le dolía todo el cuerpo.
–Pero no le contaré por qué los recuerdos eran tan buenos porque hay cosas que los niños no quieren saber de sus madres.
La expresión de Pedro no cambió.
–Pensé que habías dicho que no querías tener hijos.
Ella se encogió de hombros.
–En cualquier caso, recordaré la noche pasada cuando me los ponga. Y se los puso sabiendo que él también lo haría.
"Ha infringido las condiciones del servicio. Acceso denegado. Suba a la sala de reuniones de la décima planta".
–¿Qué? ¿Por qué?
Paula supo inmediatamente lo que había ocurrido. Esa mañana había actualizado la aplicación y el software de Pedro había sobrescrito su código. Tampoco podía restaurarlo desde la copia de seguridad. No tenía acceso. Juan apareció en la puerta y le dijo:
–Llamaré al departamento informático, señora Alfonso.
–No. Dime dónde está la sala de reuniones de la décima planta. Y, por favor, llámame Paula.
–Solo el señor Alfonso la llama así, he supuesto que era un apelativo cariñoso, señora.
–¿Vas a acompañarme a la comida de mañana? –le preguntó ella a Juan cuando estaban en el ascensor.
–Por supuesto.
–Todavía no sé moverme en esta ciudad. Podrías enseñarme cómo funciona el metro.
Él se echó a reír, pero después se puso serio.
–Perdón, no pensé que lo dijese en serio. Puede utilizar el coche del señor Alfonso cuando quiera, ¿Para qué quiere ir en metro?
Porque tenía que aprender. Por mucho que amase a Pedro, su matrimonio no podía durar y no quería depender de él. Salieron del ascensor y Juan abrió la primera puerta del pasillo.
–Aquí es.
Ella entró y descubrió que había por lo menos cincuenta personas en la habitación.
–Hola –saludó, sonriendo.
Todo el mundo la miró boquiabierto mientras avanzaba por la habitación. Estaban sentados mirando a Pedro, que estaba delante de una pantalla en la que se proyectaba la nota que le había mandado a Paula. Ésta no pudo creer que fuese a echarle la bronca en público.
–¿Por qué están tan sorprendidos? –preguntó a la sala–. La belleza no está reñida con la inteligencia. Gracias por venir. Paula, te presento a mi equipo de desarrollo de software. Cada una de estas personas tiene a su mando a entre cincuenta y cien personas, pero ellos son los mejores.
Paula lo miró con cautela, pero después sonrió y miró al resto:
–Buenas tardes.
–Les he enseñado lo que hiciste con mi software y algunos ejemplos de tu código. Y han tardado dos horas en descifrar tu control de acceso y bloquearte.
–Tu abuela era muy cauta –comentó ella–. Yo solo pretendía proteger sus intereses, no hackear tu programa.
–No, pero pudiste hacerlo, y no hay muchos hackers a tu nivel, pero eso significa que nuestros clientes son vulnerables. He creado una actualización que va a afectar a la funcionalidad mientras se esté implementando. Me gustaría que tú la supervisases.
Paula lo miró para ver a quién se refería, porque no era posible que se refiriese a ella.
–Y luego dirán que he nombrado vicepresidenta de desarrollo de software a mi esposa solo porque es mi esposa. ¿Qué les parece? –preguntó a todo el mundo.
Se hizo un silencio.
–Que en realidad es un genio y nos ha dado una lección –respondió, por fin, una voz.
–Sí, y pronto los hará brillar, como a mí –respondió Pedro, tendiéndole la mano.
Ella lo reprendió con la mirada, pero sonrió.
-¿Podemos hablar?
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