Empezaron a moverse juntos a un ritmo primitivo y elemental, pero delicioso. La piel de Pedro olía a tierra y a fuego, a lluvia y a metal. Paula lo abrazó y se apretó contra él para que la penetrase todavía más. Él gimió y le lamió el cuello, le dijo cosas que ella no pudo entender, pero que sabía que le decía de verdad. La intensidad del momento fue tal que pensó que el corazón le iba a explotar. Pedro tuvo el orgasmo más potente de toda su vida, que culminó con los gemidos de Paula, su respiración entrecortada, y una increíble sensación de paz. Consiguió quitarse el preservativo y después la abrazó. Ella se acurrucó contra su cuerpo y lo besó en el pecho. Y él sintió que los muros que durante tanto tiempo había levantado a su alrededor se desquebrajaban. Todo había empezado cuando ella había hackeado su software, había continuado con sus lágrimas en París y había cobrado fuerza con los vientos de África y con las ganas de Paula de disfrutar. Ella le había recordado que el mundo era mucho más que ambición, usuarios y privilegios. Paula había querido saber cómo era sentirse amada. Él enterró los dedos en su grueso pelo y le dió un beso en la cabeza. Pensó que estaría dispuesto a darle casi cualquier cosa, salvo su corazón. Y esperaba que aquello fuese suficiente.
Paula tardó en levantarse a la mañana siguiente, se sentía cohibida. Pedro la había despertado antes del amanecer con besos y caricias y le había hecho el amor. Después del primer clímax, le había preguntado si quería más, y ella le había respondido que sí. Y así hasta cuatro veces. Estaba dolorida, pero no se arrepentía. Se sentía lánguida y satisfecha. Y sospechaba que estaba enamorada. Era una emoción nueva que todavía debía examinar, que debía intentar comprender. Sobre todo, necesitaba entender por qué, después de haberse pasado toda la vida buscando el amor, al descubrir lo que era no se sentía segura. Deseaba que Pedro la amase, pero, sobre todo, quería que permitiese que ella lo amase a él. Pero ya había intentado hacer aquello con su madre y esta la había mandado en un avión a Singapur. El corazón se le encogió al pensar en que él pudiese rechazar su amor. Como conocía su historia, comprendía sus reservas y deseaba poder aliviar su dolor. Pero también sabía que debía ser fuerte. Que podía amarlo, pero que no podía ser esclava de ese amor. Hizo acopio de valor y fue a desayunar vestida solo con un albornoz.
–No sabía si seguirías aquí –murmuró, sentándose con él a la mesa. Eran casi las diez.
–¿Por qué te ha concertado Juan una cita con ese profesor con el que hablamos anoche? –le preguntó él, levantando la vista y fijándose en que se había maquillado solo un poco y llevaba el pelo recogido.
–Ah. Quiere hablarme de la posibilidad de trabajar como modelo. Le dije que se pusiera en contacto con mi asistente, pero no pensé que lo haría. ¿Te importa?
–No –replicó él, pero su gesto decía lo contrario–. Pero no te precipites. Quizás solo quiera que lo vean contigo. Déjale claro que no necesitas el dinero y que solo le estás haciendo un favor.
–¿Pero le dejo pagar la comida porque en realidad no tengo dinero?
–Tienes una tarjeta de crédito y una generosa asignación. Si quieres dinero en efectivo, manda a Juan al banco.
Ella sacudió la cabeza mientras se ponía la servilleta en el regazo.
–Rechacé la asignación en el contrato. Pensé que íbamos a hablar del tema, pero nos casamos y aquí estamos.
–Yo volví a añadirla con un cero más. Presta atención a lo que firmas. Si no lo haces, la comida de hoy no es buena idea.
–Pedro, sabes que eso me incomoda. No quiero cosas… –se interrumpió al ver que los pendientes de diamantes estaban en el plato del café que tenía delante.
Tomó uno con mano temblorosa y un nudo en el estómago.
–Te dije que solo los aceptaría si tú querías que los tuviera –le recordó.
Había querido saber cómo era sentirse amada y, en su lugar, se sentía engañada.
–Quiero que los tengas –admitió él.
Pero Paula supo que con aquello le estaba advirtiendo que estaba dispuesto a darle diamantes y tarjetas de crédito, pero nada más. Aquel era el trato. Mientras tanto, ella le había dado su pasión, su virginidad, y quería darle mucho más. Se dió cuenta de que Pedro no le había dicho que no pudiese hacerlo.
–Los acepto –decidió, tragándose el nudo que tenía en la garganta–. ¿Sabes por qué?
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