Se hizo otro silencio tenso, entonces Pedro se echó a reír.
–Iba a decir amor, pero continúas confundiéndome –admitió–. ¿Por qué no quieres tener hijos?
–¡Porque ni siquiera puedo cuidar de mí misma!
–Estás ciega –le dijo él–. Mi abuela tenía doscientos empleados directos, por no mencionar los diez mil, más o menos, que trabajaban para empresas en las que invertía. ¿Quién cuidaba de ellos? ¿Mi abuela? No.
–Con su dinero y sus recursos. Yo ni siquiera tengo un pijama. Dormiré con la ropa que me dejaste en el avión.
Se preguntó por qué Pedro no podía amarla. Aquel era otro de sus sueños, que alguien la amase algún día. ¿Por qué no?
–Eres una tonta –le respondió Pedro–. Tienes seis maletas llenas de ropa en la habitación de invitados. ¿No has oído el timbre cuando ha venido el conserje?
–¿Seis maletas? ¡Pedro, no puedo aceptar eso!
–No empieces a hiperventilar otra vez. Ven. Quiero enseñarte algo. Te va a gustar.
Tomó su mano y la llevó al interior. Los tacones de Paula hicieron ruido al golpear el parqué del salón. El ático era más grande que la planta bajo de la mansión de Mae y más alto que algunos rascacielos. Era moderno, pero lleno de toques antiguos. Era como tener un castillo en el cielo.
–Tu habitación –le dijo Pedro, abriendo una puerta que daba a un dormitorio en el que había media docena de maletas a los pies de una cama muy grande–, pero ven a la mía.
A ella se le aceleró el corazón. Pedro no encendió las luces al entrar en la enorme habitación con una enorme cama. Lo que más llamó la atención de Paula fue el inmenso acuario que ocupaba toda una pared. Dió un grito ahogado y se acercó a él, maravillada.
–¿Te gusta? –le preguntó Pedro, abrazándola por la cintura.
Paula se apoyó en él, sobrecogida.
–En el estanque de tu abuela solo había carpas. Eran bonitas, pero no tanto como esto. Es precioso.
–¿Ves la bañera que hay al otro lado? –señaló el–. Te prepararé un baño y podrás ver a los peces desde allí. Así, soñarás toda la noche que estás nadando con ellos.
A Paula le entraron ganas de echarse a reír, pero se aferró al brazo de Pedro, que seguía alrededor de su cintura, y admitió:
–Nadie me había abrazado desde…
No recordaba la última vez, pero sabía que había pasado mucho tiempo. Empezó a temblar.
–Shh.
Pedro le acarició las costillas.
–Tranquilízate, Paula. No sé qué voy a hacer si te pones a llorar.
Pero sí que supo. Cuando Paula empezó a sollozar, él la hizo girar para apretarla contra su pecho. La abrazó con fuerza y le dijo en tono dulce:
–No pasa nada. No estás ahí. Estás aquí. Respira.
Paula no soñó con los peces, sino con los brazos de Pedro, con sus manos acariciándole la espalda y con su voz suave. Soñó que estaba a su lado en la cama, acariciándole los pechos y otras partes más íntimas de su cuerpo. Pero no estaba allí y se despertó sudando y avergonzada. El recuerdo del sueño hizo que temiese el momento en el que tendría que mirarlo a los ojos al salir de su habitación, pero Pedro estaba al teléfono tras la puerta cerrada de su despacho, cosa que, extrañamente, la decepcionó. Una doncella la invitó a sentarse a la mesa en un rincón en el que daba el sol y desde el que se veía el Sena. Le llevó un desayuno compuesto por platos que le resultaban familiares: Unas gachas de arroz y unas tostadas con huevos. Después, se llevó una segunda taza de café a la terraza, donde escuchó los ruidos de la ciudad, que eran al mismo tiempo iguales y diferentes a los que había oído desde detrás del muro del jardín.
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