–Has roto el molde –le dijo, tomando su mano y dándole un beso en el dorso–. Afortunadamente, porque tengo demasiada hambre para esperar a que te cambies. Esto es para tí.
Y le puso un anillo en el dedo.
Paula se dió cuenta de que Pedro estaba actuando porque tenían público, y decidió hacer lo mismo, dió un grito de sorpresa al ver el diamante. Todas las mujeres que había a su alrededor gritaron también.
–No sé qué decir –balbució Paula.
–¿Gracias? –le sugirió él en tono seco, y después hizo lo que se esperaba de él: Tomarla entre sus brazos para darle un beso.
Ella lo abrazó por el cuello. Le latía con tanta fuerza el corazón que Pedro lo sintió contra su pecho. Fue un beso ligero, para no estropearle el maquillaje, pero Gabriel gimió en silencio. Paula podía ser virgen, pero era evidente que lo deseaba tanto como él a ella.
–Buenas noches, señoras. Su esfuerzo se verá recompensado –se despidió.
Las costureras les desearon que lo pasaran bien en susurros y Pedro acompañó a Paula al coche mientras imaginaba el efecto que iban a tener. Era una sensación que solo solía tener cuando uno de sus proyectos personales salía al mercado, pero no pudo evitar sentirse orgulloso al lado de Paula. No se adjudicaba el mérito de su transformación ni de haberla descubierto. No, sencillamente se sentía orgulloso de estar con una mujer que brillaba más que el sol.
El restaurante era una casa en el centro de París que en el pasado había pertenecido a un marchante de arte. Estaba repleto de impresionantes cuadros y de obras de arte de un valor incalculable. Se hizo un murmullo en el salón principal mientras acompañaban a Paula y a Pedro a un atrio en el que había una única mesa, reservada, evidentemente, para los clientes más ilustres. La fuente y la abundancia de helechos les proporcionaban una cierta intimidad, pero las paredes y techos de cristal hacían todo lo contrario. A ella no le importó que los mirasen. Estaba demasiado ocupada deleitándose con la vista de la luna, que se erigía sobre la Torre Eiffel.
–Siempre había querido venir a París. No me puedo creer que esté aquí – admitió, intentando no mostrarse demasiado impresionada.
–Pronto volveremos. Tengo que asistir a algunas reuniones que aplacé cuando me escribiste para informarme del estado de mi abuela.
–¿Ha sido eso un flash? –preguntó Paula, mirando hacia la fuente.
–¿Fuera? Sí.
–No…
Una clienta cubierta de joyas se había subido a la fuente y blandía en el aire un teléfono con el que los estaba apuntando a ellos.
–No hagas caso –le aconsejó Pedro–. Mi equipo de seguridad se ocupará.
Pero Paula no pudo evitar ser consciente de los flashes.
–Cuando era niña soñaba con ser famosa, pero es bastante molesto, ¿No? ¿Tú cómo lo soportas?
–Sinceramente, solo intereso a los paparazzi cuando estoy acompañado de una mujer. Hace unos años quedé un par de veces con una actriz casada que necesitaba preparar un papel. Fue una relación completamente inocente, pero ella estaba convencida de que la publicidad, fuese buena o mala, siempre era publicidad. Pagaba a los fotógrafos y dejaba entrever una relación que no existía. La película funcionó muy bien, así que tal vez tuviera razón.
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