–Buenos días.
Le gustó oír la voz de Pedro a sus espaldas, pero se ruborizó.
–Buenos días –le contestó con timidez, girándose hacia él.
Pedro estudió sus vaqueros y su camiseta. Eran prendas que Paula no se había puesto en años, pero que le habían parecido cómodas y adecuadas.
–Pensé que solo íbamos a ir a una exposición y que no importaba cómo me vistiera.
–Ha habido un pequeño cambio de planes –le contó él, sonriendo con desgana mientras acallaba el teléfono que vibraba en su mano–. Han publicado el comunicado de prensa.
–¿Y cuál es el nuevo plan? –le preguntó ella, cruzándose de brazos.
–Al parecer, los recién casados siempre van de luna de miel. Me han preguntado ya más de mil veces adónde vamos a ir nosotros.
Ella sintió calor entre los muslos y se ruborizó.
–Lo que dije anoche sigue en pie –le dijo él, apretando los labios un instante–, pero si pasamos una semana lejos del escrutinio público tendrás tiempo de acostumbrarte a todo esto.
Pedro no estaba contento, era evidente, y Paula bajó la vista, se sentía como una carga.
–Yo…
Su teléfono móvil volvió a vibrar y Pedro juró.
–Tengo que responder. Están preparando nuestras maletas. No tardaremos en marcharnos.
–¿Adónde vamos?
–De safari.
–¡De safari! ¿Adónde?
–A África. ¿Adónde quieres ir de safari?
Ocho horas después el avión de Pedro aterrizaba en Tanzania. Viajaron en helicóptero otra hora más, pero a Paula se le pasó el tiempo rápidamente, con la nariz pegada a la ventanilla, viendo las manadas de cebras y ñus, elefantes, antílopes y jirafas desde el cielo. Cuando aterrizaron se subieron a un jeep desde el que vieron más animales y se detuvieron junto a una poza en la que había hipopótamos. El conductor del jeep fue el que más habló. Pedro llevaba gafas de sol y tenía el brazo estirado sobre el asiento, parecía relajado y tenso al mismo tiempo. Cada vez que ella se giraba a sonreírle, maravillada, lo sorprendía observándola y le daba un vuelco el corazón. Debía de pensar que era una tonta, pero Paula prefirió disfrutar del espectáculo que los rodeaba a centrarse en el modo en que sus piernas se tocaban en la parte trasera del vehículo. Pedro le había dicho que iban a quedarse en una especie de campamento, pero resultó ser un lugar muy lujoso. Les enseñaron el comedor, donde las mesas estaban vestidas con platos de porcelana y copas de cristal, y después pasaron por un puente colgante bajo el cual había un río con cocodrilos. Los gritos de los pájaros los siguieron hasta su alojamiento, una casa con tres dormitorios, cada uno de ellos con una cama con dosel y mosquitera, y una terraza con vistas al Serengueti. Mientras ella admiraba la puesta de sol, que teñía el cielo de tonos magenta y escarlatas, oyó el ruido de unos hielos a sus espaldas. Se giró y vió a Pedro detrás de ella, descorchando una botella.
–¿Quieres que dé la luz? –le preguntó Paula.
–Todavía no. Me gusta verte así.
Y ella se puso tensa al saber que había estado observándola otra vez.
–Se me había olvidado lo grande que es el mundo –comentó, volviéndose hacia la puesta de sol–. Aquí hay tanto ruido como en la ciudad, pero es un ruido diferente, que da una sensación de paz y tranquilidad. Me siento muy pequeña y la idea de estar tan lejos de la civilización debería asustarme, pero me siento… Serena.
Se oyó la explosión del corcho al salir. Ella se echó a reír.
–Tal vez no estemos tan lejos de la civilización –admitió.
–No.
Paula tenía la sensación de tener todo lo que había en la civilización en las maletas que los empleados de Pedro habían preparado para ellos.
–Deberíamos ir con esto a la piscina, a refrescarnos un poco antes de la cena –sugirió Pedro cuando ella se acercó a por su copa.
–Me encantaría. Estoy sudando. Me cambiaré y nos veremos allí.
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