–Para –le pidió Paula, poniéndole la mano en la mejilla–. Estaba equivocada respecto a tantas cosas… Todo este tiempo he estado culpándote de que mi padre acabara en prisión porque creía que era inocente… Enrique me ha confesado que vendían cuadros falsificados. Él los pintaba y mi padre los colocaba a través de sus contactos. Yo tenía dudas, pero me negaba a aceptarlo porque necesitaba aferrarme a la idea de que mi padre era perfecto… igual que necesitaba creer que tú eras perfecto. Lo siento tanto…
–Daría lo que fuera por poder serlo solo por tí –contestó él, mirándola a los ojos–. Pero sabía que jamás podría serlo, que jamás sería digno de tu amor…
–Pues claro que lo eres…
–Me convencí de que Olivia y tú estarías mejor sin mí, pero después de que te marcharas me sentí horriblemente vacío. Ya nada me importaba. Hasta he recuperado el Picasso… Gracias a tí por cierto, pero cuando lo tuve delante, algo que llevaba buscando media vida, no sentí nada. No eran más que trazos de pintura. Había perdido al amor de mi vida por ser demasiado orgulloso, por no tener el valor de arriesgarme a amar. Ahora el único miedo que tengo –murmuró Pedro– es haberte perdido para siempre.
Paula entreabrió los labios.
–¿Has dicho… El amor de tu vida?
–Sí, Paula. Te quiero. Olivia y tú son mi vida, y quiero pasar el resto de ella esforzándome por ser perfecto porque merecen que lo intente al menos…
–No –lo cortó ella–. No necesito que seas perfecto, Pepe. No tienes que cambiar en nada; te quiero tal y como eres.
En los ojos negros de Pedro brillaban lágrimas de emoción. Tomó la mano de Paula y se la llevó a los labios para besarla.
–Cariño mío…
Cuando la atrajo hacia sí y la besó, con su bebita entre ellos y Luz brincando alegremente a su alrededor, Paula supo por fin lo que era el amor de verdad: Era ver al otro con sus defectos y quererlo a pesar de todo.
Pedro miró por la ventana y contrajo el rostro. Esa noche del mes de enero había nevado de nuevo sobre Nueva York, y Luz estaba en el patio, cubierto de un grueso manto blanco, brincando de un lado a otro, persiguiendo a una pobre ardilla.
–Esa perra tuya será nuestra ruina… –le dijo a modo de protesta a su esposa.
Paula, que estaba sentada aún en la mesa, desayunando, pasó una página de su libro y levantó la vista.
–¿Por qué?
–Porque cuando la dejemos entrar lo va a poner todo perdido otra vez y la señora Berry nos matará –contestó él con un suspiro.
–Eso no pasará –respondió su esposa calmadamente, pasando otra hoja–. Porque cuando entre le darás un baño.
Pedro frunció el ceño.
–¿Yo?
Paula sonrió.
–¿Por qué no?
Estaba preciosa, en bata, sobre el camisón de seda, tomando sorbitos de té mientras leía una novela. Olivia, que ya tenía siete meses, estaba entretenida jugando en su mantita-gimnasio para bebés.
–¿De verdad crees que puedes darme órdenes como si yo también fuera tu mascota y que las obedeceré sin rechistar? –le espetó Pedro, haciéndose el ofendido.
Paula levantó de nuevo la vista y esbozó una sonrisa traviesa. Se mordió el labio inferior, y se inclinó un poco hacia delante sobre la mesa para dejar entrever a su marido unos centímetros más de su escote. El corazón de Pedro palpitó con fuerza.
–Está bien, le daré un baño a la perra. Pero no porque me lo hayas dicho, sino porque quiero.
Paula sonrió divertida y volvió a su libro.
–Y luego a lo mejor podríamos pasar un rato a solas… Haciendo otras cosas –sugirió Pedro.
Paula lo miró de reojo.
–Tal vez.
Pedro fue a sentarse a su lado.
–De hecho no tendría por qué ser solo un rato…
Paula sonrió con picardía y le puso la mano en la mejilla.
–Lo pensaré.
Llevaban casados casi un año, pero el amor que Pedro sentía por ella no había disminuido ni un ápice. Cada día se sentía afortunado de tenerla a su lado.
En los cuatro meses que habían pasado desde el regreso de Paula y Olivia a Nueva York muchas cosas habían cambiado. Daisy se había convertido en la retratista con más demanda de la ciudad. Y ahora él pasaba mucho más tiempo en casa. Su compañía estaba buscando a un nuevo presidente porque él había decidido dejar su puesto y ser solo el principal accionista del grupo. En cuanto al Picasso, lo había donado a un museo el mes anterior. En el pasado había creído que, si los demás descubriesen la verdad sobre él, lo mirarían con desprecio, pero en vez de eso se había convertido en una especie de héroe popular. Hasta había oído rumores de que estaban preparando una especie de telenovela sobre su vida. La gente era difícil de comprender, pensó. Y el éxito era algo fugaz. No había más que ver lo que le había ocurrido a Enrique Bain. Una semana después de que le confesara a Paula que su padre y él habían estado vendiendo falsificaciones, lo habían arrestado en Japón por intentar vender un falso Van Gogh que llevaba años desaparecido. Paula lo miró de reojo, y al ver la misteriosa sonrisa que se dibujó en sus labios, le picó la curiosidad.
–¿Me estás ocultando algo?
–¿Tú crees? –lo picó ella.
–Sí –le susurró Pedro al oído, acariciándole el cabello–, y vas a contármelo.
Paula se estremeció de placer cuando deslizó una mano desde su hombro hasta sus voluptuosos senos. Pedro se quedó mirándolos, parpadeó y se echó hacia atrás con unos ojos como platos.
–¿Estás…? ¿No estarás…?
–¿Que si no estoy embarazada? Pues no.
Pedro suspiró, y lo sorprendió la decepción que le causó su respuesta. Tampoco es que hubieran estado pensando en tener otro bebé; aún no. Al fin y al cabo Olivia solo tenía siete meses. ¿Estaba preparado siquiera para tener otro hijo? Más caos, más alboroto… Y también más amor. Sí, decidió, sí que estaba preparado. Quería otro hijo, o media docena más. Una gran familia. Sí, sonaba perfecto. Aunque tampoco había prisa. Él seguiría haciéndole apasionadamente el amor a Paula cada noche, se dijo. Era un trabajo duro, pero alguien tenía que hacerlo, pensó con una sonrisilla en los labios.
–No importa. Seguiremos intentándolo –le susurró, inclinándose hacia ella.
Paula le puso una mano en el pecho para detenerlo antes de que pudiera besarla.
–He dicho que no… A lo de que «No estoy embarazada» –replicó, con un brillo travieso en los ojos.
Pedro frunció el ceño, contrariado, y aspiró por la boca.
–¿Quieres decir que no es verdad… Que no estés embarazada?
Paula sonrió con timidez.
–Debió ser en Navidad, esa vez que lo hicimos debajo del árbol…
– Cariño mío… –murmuró él, feliz, antes de besarla apasionadamente.
No sabía qué había hecho para merecer tanta felicidad. De pronto se oyó un golpetazo. Luz había entrado por la gatera abatible que habían colocado en la puerta del patio, y se plantó en medio del comedor a sacudirse la nieve de encima. Olivia prorrumpió en risitas, y Paula y Pedro se echaron a reír también. Él sabía que en su vida no todo serían risas, que también habría momentos difíciles, pero construirían un futuro juntos, día a día, y a pesar de todo serían felices. No serían un matrimonio perfecto, ni una familia perfecta, pero tampoco lo era él. Meses atrás se había sentido perdido, se había sentido roto por dentro, pero Paula le había dado una oportunidad y había aprendido de ella el verdadero significado del amor.
FIN
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