–Piensa que es para recaudar dinero para los niños sin hogar –le recordó.
–No recaudarán nada con eso –siseó ella–. Nadie pujará por él.
Se sentía como si Pedro le hubiera tendido una emboscada, justo cuando había empezado a confiar en él. ¿Que creía en ella? ¿Cómo, cuando ni ella creía en sí misma? Poco después, cuando se sentaron en su mesa para la cena, Paula apenas probó bocado y apenas habló con los otros invitados por lo nerviosa que estaba. En los días que llevaba en casa de Pedro, éste se había desvivido para que se sintiera cómoda. En vez de pasarse el día en el trabajo, como se esperaría de un magnate empresarial, había pasado con ella todo el tiempo que había podido, ya fuera viendo alguna película en la tele con ella, sacando juntos a Luz de paseo o jugando con ella a algún juego de mesa. Había empezado a pensar que le importaba, que… Sentía algo por ella. ¿Por qué entonces ahora le estaba haciendo aquello?
–No te preocupes más –le susurró Pedro entre plato y plato. Y luego, con una sonrisa y un brillo juguetón en los ojos, añadió–: Todo irá bien, ya lo verás.
–¿Están preparados para pujar? –canturreó el subastador desde el estrado.
Los invitados, sentados alrededor de las mesas, de las que se habían retirado los platos, respondieron con un murmullo excitado. Pedro rodeó a Paula con el brazo y le susurró:
–No te agobies; intenta disfrutar de la subasta.
Paula bebió un sorbo de agua para intentar calmarse y se dijo que pronto aquello habría acabado.
–Bien, ¡Pues vamos allá! –dijo el subastador por el micrófono–. Para empezar tenemos este…
Todo lo que se fue subastando se vendía rápidamente. El público era todo sonrisas mientras unos pujaban contra otros, como si estuviesen haciéndolo con dinero ajeno y ninguna suma fuese demasiado elevada. Y entonces…
–El último objeto de la noche es este cuadro de un artista anónimo – anunció el subastador–. ¿Alguien quiere pujar por él? –preguntó en un tono vacilante–. Eh… Empecemos la puja por… doscientos dólares.
Era la puja más baja de la noche, con mucho. Y Paula sabía que nadie estaría dispuesto siquiera a pagar eso. Se preparó para un largo e incómodo silencio, después del cual Pedro seguramente pujaría por lástima, para ahorrarle la vergüenza. Hasta él se vería obligado a admitir que no tenía ningún talento. Estaba ya al borde de las lágrimas cuando de repente…
–¡Doscientos dólares! –gritó alguien detrás de ellos.
¿Quién había sido?, se preguntó Paula, girando la cabeza y parpadeando.
–¡Trescientos! –ofreció una mujer de una mesa próxima.
Era una completa extraña para ella. No conocía a nadie allí, a excepción de Pedro.
–¡Quinientos! –dijo otra persona.
–¡Mil dólares! –gritó un hombre mayor.
La puja se volvió cada vez más rápida y más reñida, y Paula vió anonadada cómo iba subiendo la cifra: Cinco mil… Diez mil… Veinte mil… Cincuenta mil… ¡Cien mil dólares! Paula ya estaba hiperventilando. Y Pedro seguía callado, hasta que…
–¡Un millón de dólares!
Su profunda voz resonó junto a ella. Paula giró la cabeza hacia él, aturdida, y él le dedicó una cálida sonrisa.
–¡Vendido al caballero de la mesa número trece! –anunció el subastador.
El resto de ocupantes de su mesa se arremolinaron en torno a Pedro para estrecharle la mano y felicitarle por haber ganado aquella puja. Paula estaba temblando de emoción. No podía creerse lo que acababa de ocurrir. Pedro había comprado su cuadro, pero no lo había hecho por lástima. No había intervenido en la puja hasta el final, y habían sido otros los que habían pujado antes que él, un puñado de extraños que no tenían ni idea de que ella era la autora del cuadro. ¿Podría ser que estuviera equivocada y sí que tenía algo de talento después de todo…?
No hay comentarios:
Publicar un comentario