–¿No tendrás papel, para dibujar? –le preguntó de improviso.
Pedro se volvió hacia ella riéndose.
–¿Para qué?
–Quiero hacer un retrato tuyo.
–¿Ahora?
–Sí, ahora.
Pedro entró en la casa y volvió al cabo de un rato con un cuaderno de hojas blancas y un lápiz.
–Es lo mejor que he podido encontrar.
–Servirá –le contestó ella, tomándolos–. Venga, pon la silla frente a la mía y siéntate.
–¿Por qué quieres dibujarme? –le preguntó él, como incómodo.
¿Cómo podría explicarle la necesidad que sentía de comprenderlo, de aferrarse a aquel momento?
–Pues porque… No sé, porque sí.
Pedro colocó la silla de mimbre a unos pasos delante de la de Paula, mirando hacia la casa, y volvió a sentarse con un suspiro. Ella comenzó a dibujar, concentrándose en las luces y las sombras. La expresión de él, que parecía absorto en sus pensamientos, se tornó sombría mientras miraba la casa. En un intento por que se relajara de nuevo, Paula trató de sacarle conversación:
–Entonces… ¿Pasaste tus primeros años aquí?
–Sí –respondió él con desgana.
–Sé que me has dicho que no fuiste muy feliz aquí, pero… Algún buen recuerdo tendrás de este lugar, ¿No?
–Tengo buenos recuerdos de María –murmuró él, y la luz volvió a sus ojos–. También de la comida, del pueblo y de su gente… Me dejaban corretear por la isla todo lo que quisiera. A veces me pasaba fuera horas.
–¿Y tus padres no se preocupaban? –inquirió Paula, enarcando las cejas sin levantar la vista del papel.
–No. Se alegraban de perderme de vista.
Paula resopló.
–Anda ya… Seguro que eso no es verdad –replicó, dándole los últimos toques a su dibujo. Levantó el cuaderno y se lo tendió–. Toma, ya puedes verlo.
Pedro lo tomó y Paula sonrió, orgullosa de sí misma. Era el mejor dibujo que había hecho en mucho tiempo. Él lo escrutó en silencio.
–¿Es así como me ves?
–Sí –respondió ella. Lo había pintado tal y como lo veía, con los ojos del corazón.
Se hizo un largo y pesado silencio antes de que Pedro le devolviera bruscamente el cuaderno.
–Pues estás completamente equivocada con respecto a mí –le dijo con voz ronca–. Creo que ya va siendo hora de que sepas quién soy en realidad.
Pedro llevaba varios días intentando mentalizarse para contárselo todo a Paula. Ahora era su esposa, e iban a ser padres. Si no podía bajar la guardia con ella, ¿Entonces con quién? Estaba cansado de fingir. Quería contarle la verdad, aunque la idea de hacerlo lo aterrase.
–¿Qué quieres decir? –inquirió ella, vacilante.
Pedro inspiró profundamente antes de empezar a hablar.
–Se suponía que yo ni siquiera debía haber nacido. Mi propia existencia es una mentira. Crees que soy Pedro Horacio Alfonso, el hijo de Horacio Alfonso.
Ella lo miró aturdida.
–¿Y no lo eres?
Aquello era más difícil de lo que había pensado. Pedro se levantó de la silla y se paseó por la amplia terraza. Sentía los ojos de Paula sobre él. Probablemente parecía un loco. Y podría decirse que lo estaba. Haber mantenido todo aquello enterrado en su interior durante tantos años lo había vuelto loco. Se apoyó en la barandilla y fijó la vista en el mar bañado por el sol.
–Mis padres se casaron por amor –continuó–. Era algo inusual entre la gente rica de la época, aquí en Grecia. Y los dos eran muy jóvenes. Mi padre era el heredero de la compañía Alfonso, que fabricaba productos de lujo en cuero, mientras que mi madre, a su vez, era la heredera de una fortuna que su familia había acumulado gracias a una compañía naviera que habían vendido. La dote que aportó al matrimonio no fue solo su fortuna, sino también un valioso Picasso.
–Afrodita con pájaros… –susurró Paula.
–Sí –asintió él, girando la cabeza hacia ella–. Según parece mis padres estaban locos el uno por el otro –prosiguió, fijando la vista en el mar de nuevo–, pero los años fueron pasando y no conseguían concebir un hijo. La que todos habían tenido por la pareja perfecta… No lo era. Sus amigos, que habían envidiado la ardiente pasión entre ellos, ahora se burlaban de ellos con muestras de fingida lástima. Y cuando resultó que la culpa de que no pudieran concebir era de mi padre, mi madre se lo contó a sus amigas y el amor entre ellos se evaporó en una nube venenosa de ira y acusaciones. Claro que de todo eso yo me enteré solo años después – añadió, girando un momento la cabeza hacia Paula.
Ésta se había puesto pálida.
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