–Solo encontraron el cuerpo de la mujer; no había ni rastro del cuadro – la había cortado Karina–. Aunque se encontraron otros cuerpos en la casa, los de sus sirvientes, y el de un hombre joven que nadie reclamó.
–Y entonces… ¿Podrías investigarlo? –le había insistido Paula.
–Una viuda con dinero… Umm… ¿Era guapa?
–Supongo –había contestado ella. ¿Qué importaba si Ana Alfonso había sido o no hermosa?
–¿Hay algo más que puedas contarme? –le había preguntado Karina.
Paula había tragado saliva, vacilante. Le parecía que sería como traicionar las confidencias que Pedro le había hecho, pero… ¿Cómo sino podría Karina cerciorarse de que el cuadro, si lo encontrase, era el auténtico?
–El lienzo tiene un corte –le había dicho finalmente–. Alguien lo rajó con unas tijeras.
–¿Alguien?
Paula había evadido la pregunta.
–Te estaría tan agradecida si pudieras encontrarlo… Naturalmente te pagaré…
–Me conformo con que pagues los gastos de mis pesquisas –la había cortado Karina–. Lo único que me interesa es la historia.
Así habían cerrado el trato. Paula se había sentido como si estuviera haciendo un pacto con el diablo, pero estaba desesperada. Bajó la vista a Oli, que respiraba tranquila en sus brazos, y a Luz, que ya estaba enorme y sesteaba junto a la mecedora, y se preguntó si Karina habría conseguido hacer algún avance en su investigación. Y entonces, de repente, la puerta del cuarto del bebé se abrió de par en par y golpeó la pared. Su perra se despertó y se levantó. El bebé se despertó también y se puso a llorar a pleno pulmón. Alzó la vista, sobresaltada, y vió en el umbral a Pedro, mirándola furioso.
–¿Tanto me odias? –le preguntó con voz gélida–. ¿Cómo has podido hacerme algo así?
–¿De qué hablas? –le preguntó ella, desconcertada.
–Como si no lo supieras… –Pedro soltó una risa amarga–. Debería haber imaginado que me traicionarías.
Paula miró a Leónidas angustiada mientras el bebé lloraba y Luz daba vueltas en torno a él, moviendo la cola para llamar su atención. Ignoró al animal y se quedó mirando a su esposa, que se había puesto a acunar a su hija, arrullándola para que se calmase. Le había hecho daño, mucho daño. No debería haberle contado las cosas que le había contado de su pasado. Cuando Oli se quedó dormida, Pala alzó la vista hacia él.
–¿Qué es eso de que te he traicionado? –le preguntó, mirándolo con el ceño fruncido.
Pedro trató de no alzar la voz para no despertar a la niña.
–Sé que has estado hablando con Karina Johnson.
–Ah, eso –Paula pareció relajarse y esbozó una sonrisa–. Estaba intentando ayudarte. Sé lo que ese Picasso significa para tí, y le pedí que tratara de encontrarlo. No pensé que…
–No, no lo pensaste –la cortó él, furioso–, porque si lo hubieras pensado no le habrías contado a esa mujer, que se dedica a buscar basura sobre los demás, que había rajado el lienzo con unas tijeras.
–¿Qué? –gimió Paula–. ¡Yo no le dije que hubieras sido tú!
–Pues sabe que fui yo. Me ha llamado cuando estaba en la oficina. Ha estado hurgando en el pasado de mi madre.
Paula palideció y le preguntó en un susurro:
–¿Y qué es lo que ha descubierto?
–Según parece mi madre tenía varios amantes, tanto en Grecia como en Turquía. Ha averiguado el paradero de todos excepto del último, que aparentemente también murió en el terremoto. Uno de esos hombres sabía quién era mi verdadero padre porque mi madre se lo había confesado. Así que ahora esa mujer sabe que no soy hijo de Horacio Alfonso, sino de su hermano drogadicto. ¡Me pidió que lo confirmara o lo desmintiera!
–¿Y qué le dijiste? –musitó Paula.
–¡Le colgué el teléfono! –casi rugió Leónidas. Se pasó una mano por el cabello y se puso a pasearse arriba y abajo–. ¿Cómo pudiste pedirle que revolviera en mi pasado?
–¡No lo hice! ¡Solo le pedí que buscara el cuadro!
–A esa mujer lo único que le importa es destapar escándalos sórdidos para entretener a sus seguidores –le espetó él–. Dentro de unas horas esto se habrá difundido por todo Internet.
Paula lo miró con los ojos llenos de lágrimas.
–Lo siento tanto… Yo solo quería ayudarte…
–¿Ayudarme? Pues gracias tí ahora el mundo entero conocerá mi más oscuro secreto, un secreto que me he pasado toda mi vida intentando ocultar –masculló él, apretando los puños–. Jamás debí confiar en tí.
–Lo siento… –repitió ella angustiada–. No pretendía hacerte daño. ¡Solo intentaba recuperarte!
–¿De qué hablas?
–¡Desde el día en que nació Olivia ya nunca estás en casa, y cuando estás, es como si no estuvieras!
El bebé dió un respingo al oírla subir la voz. Paula se levantó, la acostó en la cuna y ordenó a su perrita que se echara en el suelo. Luego le pidió a Pedro que la siguiera. Salieron al pasillo y entornó la puerta.
–Te necesito –le susurró–. Nuestra hija te necesita. ¿Por qué no quieres siquiera tomarla en brazos? Solo la tomaste en brazos aquel día, en el hospital, y desde entonces has estado evitándola. Y a mí también.
La expresión dolida de su esposa lo corría por dentro, como el ácido. Apartó la vista.
–He estado muy ocupado con el trabajo –mintió.
–Por favor –le suplicó ella–, te necesito.
–No, no me necesitas. Y Olivia estará mejor contigo que conmigo.
–¿Qué quieres decir?
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