¿Podría ser que hubiera corrido un riesgo así, arriesgarse a cometer un delito, solo porque no podía soportar ver a su hija tan triste? Una terrible sensación de culpa la invadió. Miró a Enrique y le dijo:
–Asististe al juicio cada día y jamás admitiste que tú habías sido su cómplice… ¡Dejaste que fuera solo a prisión!
Enrique puso los ojos en blanco.
–Lo del Picasso fue idea de él. Yo estaba contento vendiendo falsificaciones de cuadros de poca monta a idiotas ignorantes. Pero… ¿Venderle un falso Picasso a un multimillonario? Jamás me gustó la idea – dijo frunciendo el ceño–. Y luego tu marido tuvo que arruinarlo todo. ¡Con la copia tan perfecta que había hecho de ese Picasso…!
El corazón de Paula palpitaba pesadamente. Todo aquello en lo que había creído estaba desmoronándose. Su padre le había mentido; solo le había dicho lo que quería oír.
–¿Y por qué no me lo dijo mi padre? –le preguntó con voz entrecortada.
Enrique sacudió la cabeza.
–Dijo que no podía defraudarte, que tenía miedo de que no soportarías la verdad.
–¿De que no soportaría la verdad? –repitió Paula.
Frunció el ceño, recordando una conversación por teléfono con su padre, el día en que la policía lo había interrogado. «Paula, me han arrestado», le había dicho. «Quiero que sepas que no soy perfecto…». «No digas eso, papá. Ni se te ocurra decir eso», había replicado ella. «Sí que lo eres, eres el mejor hombre del mundo». ¿Habría estado intentando decirle la verdad entonces? ¿Se la habría contado si no le hubiera dado a entender ella que no quería ni oír que era un ser humano con defectos? Pensó entonces en Pedro. Era cierto que nunca lo había perdonado del todo por lo que le había hecho a su padre. Había intentado olvidarlo y le había dicho que era un hombre maravilloso y perfecto porque lo amaba. «¡No lo soy!», había protestado él. «Soy un bastardo insensible y egoísta». Y ella le había insistido en que estaba equivocado, pero no lo estaba. Era verdad que a veces podía mostrarse insensible, y también comportarse de un modo egoísta. ¿No podría haberlo admitido y decirle que lo quería de todos modos? Ir por la vida con lentes de color de rosa era un arma de doble filo. Había tenido una fe ciega en su padre, y también en su marido. Los había idealizado, haciendo que se sintieran presionados por esa imagen de perfección que tenía de ellos. Y cuando Pedro se había abierto a ella, lo había traicionado contándole sus secretos a una bloguera que era como un buitre carroñero.
–Podríamos ser socios –continuó diciéndole Enrique, dando un paso hacia ella–. Mis manos ya no son lo que era, pero ahora tengo unos cuantos contactos. Aunque probablemente no necesitarás el dinero cuando te divorcies, podrías ayudarme con esos retratos solo por diversión –y añadió riéndose entre dientes–: Vender falsificaciones a pobres ingenuos es mucho más satisfactorio que dibujar niños y perros.
Paula dió un paso atrás y lo miró furibunda.
–¡Pues a mí me gustan los niños y los perros!
Enrique frunció el ceño.
–Ya veo… –murmuró comprendiendo. Un brillo cruel destelló en sus ojos azules–. Pero estás en deuda conmigo, por todos esos meses que te dejé vivir en mi departamento –le dijo con una sonrisa empalagosa–. Y si no quieres pintar para mí… También podría cobrarme el favor de otros modos… –murmuró agarrándola por la cintura.
–¿Qué estás haciendo? –lo increpó Paula, tratando de apartarlo–. No…
–¿No crees que me merezco un poco de amabilidad por haber sido caritativo contigo? –le susurró Enrique, inclinando la cabeza.
Paula forcejeaba desesperada, chillándole que la soltara. Y entonces, antes de que pudiera besarla, ocurrió todo a la vez: Olivia se despertó y empezó a llorar a pleno pulmón, Luz corrió hasta ellos y se puso a gruñir a Enrique… Y ella le dió un rodillazo en la entrepierna que hizo que gimiera dolorido y la soltara. Y de repente…
–¡Apártate de ella, sabandija!
Paula parpadeó, atónita, al oír la voz de Pedro que, como si hubiera aparecido por arte de magia, se interpuso entre ella y Enrique, que se tambaleó hacia atrás, encogido y con las manos en la ingle.
–¡Ni te atrevas a tocarla! –le gritó Pedro, derribándolo de un puñetazo en la barbilla.
–Pepe… –musitó ella, preguntándose si estaría soñando.
Pedro se volvió hacia ella y la miró preocupado.
–¿Estás bien?, ¿Te ha hecho daño?
Paula, que estaba mirándolo con unos ojos como platos, sacudió lacabeza.
–No, estoy bien.
Pedro fue a por Olivia, que dejó de llorar en cuanto la tomó en brazos, y volvió con Paula.
–Siento haberme comportado como un estúpido –dijo mirándola a los ojos–. ¿Crees que podrás perdonarme?
Tenía barba de un día, como si no le hubiese dado tiempo a afeitarse, y la ropa arrugada, como si hubiese ido directamente allí desde el aeropuerto. Había una expresión compungida y vulnerable en sus ojos.
–¿Que si puedo perdonarte? –repitió ella, aturdida.
–Qué enternecedor… –masculló con sorna Enrique, que seguía tirado en el césped.
–Cállate –le dijo Paula–. Otra palabra y le ordenaré a mi perra que te ataque.
Como si la hubiera entendido, Luz, que por lo general era juguetona y cariñosa, se puso a gruñirle enseñando los dientes con aire amenazador. Cuando avanzó hacia él, Enrique Bain se levantó apresuradamente y saltó la valla blanca de madera. Se alejó cojeando, y poco después se subía a su coche y se marchaba. Luz volvió con su dueña, que se arrodilló en el césped y la acarició diciéndole una y otra vez «¡Buena chica!», mientras el animal movía alegremente la cola.
–¿Sabes? –le dijo Pedro en un tono quedo–, el día que rescataste a Luz en aquel callejón… Yo habría ignorado aquellos gemidos lastimeros, habría pensado que aquello no era problema mío. No podía entender por qué te hiciste cargo de un chucho abandonado al que nadie quería – asomaron lágrimas a sus ojos–. Y ahora que lo pienso me doy cuenta de que hiciste lo mismo conmigo: Tuviste compasión de mí y me diste una oportunidad.
Paula se levantó y se abrazó a él.
–¿Podrás perdonarme? –susurró Pedro contra su cabello, rodeándola con el brazo libre–. Pensé que jamás podría ser el hombre que necesitabas, y no podía soportar la idea de defraudarte, pero jamás debería haber hecho lo que hice: Huir como un cobarde…
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