jueves, 25 de enero de 2024

Culpable: Capítulo 52

¿Cómo podría explicarle que su hijita ya intuía, a pesar de ser solo un bebé, que tenía algún tipo de problema, que había algo raro en él?


–Da igual –murmuró.


Paula le puso una mano en el brazo.


–Me pediste que me casara contigo; insististe en que nos casáramos. Dijiste que no había nada que desearas más que formar parte de la vida de nuestra hija. ¿Qué ha cambiado?


–No lo sé –musitó él, con el corazón en un puño.


–Si vas a seguir como hasta ahora, evitándonos a las dos… ¿Para qué nos hemos casado? –lo increpó ella–. ¿Qué hago yo aquí?


Tenía que dejarlas ir, pensó Pedro, acongojado. Si no lo hacía, solo conseguiría hacerles aún más daño. ¿Pero cómo podía renunciar a ellas cuando lo eran todo para él? O les hacía daño a ellas, o se hacía daño a sí mismo. La decisión que debía tomar estaba clara, pero le dolía el corazón solo de pensarlo. Miró a su alrededor frenético.


–Necesito aire fresco…


Se dió media vuelta, bajó las escaleras a trompicones y salió fuera porque sentía que no podía respirar. La calle bordeada por árboles estaba extrañamente tranquila y silenciosa. El sol, que se estaba poniendo ya, prolongaba alargadas sombras. Se detuvo, apoyándose en las rodillas, jadeante y con el corazón latiéndole como si se le fuera a salir por la garganta. Oyó que la puerta de la casa se abría detrás de él.


–Pedro… Te quiero… –murmuró la voz de Paula a sus espaldas.


Se irguió con los puños apretados y se volvió hacia ella con un nudo en la garganta.


–No… Es imposible… no puedes querer a alguien como yo…


–Pero es que es la verdad: Siempre te he querido. Desde el día en que nos conocimos, en la cafetería, y para mí no eras más que Pepe, el dependiente de una tienda –dijo Paula. Le puso una mano en la mejilla–. Solo tengo una pregunta para tí –lo miró a los ojos–. ¿Crees que podrías llegar a quererme tú también?


A Pedro le escocían los ojos por las lágrimas que estaba conteniendo. Los cerró con fuerza. Estaba temblando por dentro. Hacía tiempo que había aprendido que suplicar amor solo provocaba el desprecio de los demás. La única manera de protegerse del dolor era guardar las distancias, endurecer su corazón. Y la única manera de no hacerle daño a Paula y a Olivia, de asegurarse de que jamás las defraudaría, era dejarlas marchar. Tenía que hacerlo. Tenía que encontrar la fortaleza suficiente para hacerlo, por su bien. Inspiró profundamente y abrió los ojos.


–No. Lo siento –dijo poniendo su mano suavemente sobre la de ella–. Creía que podría hacer esto… Pero no puedo.


–¿Hacer qué?


Pedro la miró a los ojos.


–Esto del matrimonio… –murmuró.


Paula lo miró con los ojos muy abiertos y el rostro pálido. Pedro apartó su mano.


–No… –gimió ella–. Podemos ir a una de esas terapias de pareja; podemos…


–Estás enamorada de un hombre que no existe. Yo no soy «Maravilloso», ni soy «Perfecto». Soy un bastardo insensible y egoísta.


–No, no lo eres, ¡No lo eres!


–Sí lo soy. ¿Por qué no puedes admitirlo? –exclamó él con incredulidad–. Digas lo que digas, sé que no me has perdonado por cómo acabó tu padre.


–Lo… Lo he intentado –musitó ella, con las lágrimas rodándole por las mejillas–. Mi padre era inocente, pero no es culpa tuya que muriera… 


– ¡Basta! –la cortó él. Se sentía agotado–. Es hora de afrontar la realidad. 


–¡Pero la realidad es que te quiero!


–No. Te estás obligando a pasar por alto mis defectos. Olivia y tú se merecen algo mejor que yo. Estoy cansado de sentirme así cada día, de saber que no estoy a la altura… 


–¿De qué estás hablando?


–Es mejor poner fin a esto ahora, en vez de… –le dió la espalda y añadió en un murmullo–. El bebé y tú deberían irse.


–¿Irnos? –repitió ella con una risa incrédula–. ¿A dónde?


–Donde tú quieras. Tal vez a California, como soñabas.


–Mi sueño es estar contigo, ¡Contigo!


Pedro se sentía como si de pronto hubiera envejecido cien años. ¿Por qué estaba Paula resistiéndose de aquella manera? 


–Si lo prefieres puedes quedarte con la casa –le dijo, mirando la fachada del hogar en el que habían sido tan felices–. Yo me iré a un hotel – se quedó callado un momento y añadió–: De hecho, olvídate de lo que dice el acuerdo prematrimonial. Te daré la mitad de mi fortuna, la mitad de todo. Te daré todo lo que quieras.


Ella lo miró con lágrimas en los ojos.


–Pero es que lo que yo quiero es a tí…


–Algún día me lo agradecerás –le dijo él con voz ronca. Miró una última vez sus hermosas facciones, contraídas por la angustia–. Adiós, Paula.


Se dió media vuelta y echó a andar apresuradamente por la calle desierta. «Es mejor así. Es lo mejor para todos», se repitió con fiereza, enjugándose los ojos con el dorso de la mano. Entonces, ¿Por qué se sentía como si algo hubiera muerto en su interior?


Aturdida, Paula siguió con la mirada a su marido mientras se alejaba. Al llegar al final de la calle lo vió parar un taxi. Se subió a él… Y desapareció. Meses atrás le había hecho prometer a Pedro que si un día decidía que quería marcharse, tendría que dejarla ir. Nunca hubiera imaginado que sería él quien se marcharía. Su amor no había bastado para hacer que se quedase. Pedro le había dado la espalda. Con las lágrimas rodándole aún por las mejillas, volvió a entrar en la casa que él acababa de decirle que podía quedarse. Había renunciado a aquella mansión de cincuenta millones de dólares como si no fuese nada para él. Igual que su hija y ella. Si le hubieran importado algo, jamás las habría abandonado. Se habría esforzado por que su matrimonio funcionase, habría intentado quererla… Pero no lo había hecho. Cerró la puerta tras de sí y apoyó la espalda contra ella, pero las rodillas le flaqueaban de tal modo que se deslizó contra la madera y se quedó sentada en el suelo en un mar de lágrimas. Su perrita, que bajaba las escaleras en ese momento, como para investigar qué pasaba, soltó un gemido de preocupación y apretó su cuerpecillo peludo contra ella, como tratando de consolarla. Paula la rodeó con un brazo y se quedó con la mirada fija en el suelo.


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